La iglesia es un cuerpo, pero no cualquier cuerpo, sino el cuerpo de Cristo, y debemos actuar como tal. Lo primero que debemos entender es que un cuerpo está unido, cada miembro cumple una función y ninguno puede vivir separado del otro. No existe un cuerpo con un brazo a cientos de kilómetros de distancia, ni un ojo que decida vivir independiente de la cabeza. Así mismo debe funcionar la iglesia: en unidad, en conexión constante y en dependencia mutua. Cuando comprendemos esto, dejamos de vernos como individuos aislados y comenzamos a reconocernos como parte de una familia espiritual más grande que nosotros mismos.
Recordemos el día de pentecostés, cuando el Espíritu Santo descendió sobre los discípulos. La Biblia dice que todos estaban unánimes, en un mismo sentir. Este detalle no es casual, pues la unidad fue el ambiente que permitió la manifestación del poder de Dios. De igual manera, hoy la iglesia debe caminar unida, con un mismo propósito y una misma fe, para que la obra de Cristo avance con fuerza en el mundo. Sin unidad, somos como un cuerpo dividido que no puede cumplir con la misión que se le ha encomendado.
El apóstol Pablo escribió en su carta a los Romanos:
La verdadera unidad de la iglesia no consiste en que todos hagamos lo mismo, sino en que cada uno haga lo que Dios le llamó a hacer, reconociendo que es parte de un todo mayor. Un ojo no puede reemplazar la función de una mano, ni una mano puede hacer lo que hace el corazón. Cuando cada creyente se dedica con fidelidad a su tarea dentro del cuerpo de Cristo, la iglesia crece, se edifica y cumple con la misión de reflejar a Cristo en el mundo.
Es importante también entender que la unidad no significa uniformidad. No todos somos iguales en talentos, capacidades o personalidades, pero sí podemos ser uno en propósito, en amor y en servicio. Lo que nos une no es que pensemos exactamente igual en todo, sino que tenemos el mismo Señor, la misma fe y el mismo Espíritu. Esa es la base de nuestra unidad: Cristo mismo, la cabeza del cuerpo.
Conclusión: La iglesia es el cuerpo de Cristo y cada uno de nosotros es un miembro con una función especial. No somos llamados a competir, sino a complementarnos; no a exaltarnos, sino a servir con humildad. Si permanecemos en la unidad del Espíritu, con un mismo sentir y propósito, el poder de Dios se manifestará entre nosotros tal como en Pentecostés. Vivamos conscientes de que somos parte de un mismo cuerpo, unidos en Cristo, trabajando juntos para la gloria de Dios y el crecimiento de Su reino.