Desde el principio de la creación hasta el final de los tiempos, hay una verdad que permanece inmutable: Dios merece toda la gloria. Ninguna criatura, ningún poder humano ni espiritual, ningún rey ni gobernante de la tierra puede reclamar para sí la gloria que pertenece únicamente al Creador. Él es la fuente de todo lo que existe y el sustento de cada respiración que tomamos. Por eso, todo ser creado está llamado a postrarse ante Su presencia y adorar Su santo nombre. Dar gloria a Dios no es solo un acto de adoración, es también reconocer quién es Él en nuestras vidas: el Todopoderoso, el Señor de señores y el Rey de reyes.
Dios es digno de recibir alabanza y gratitud. Cada día, Su misericordia se renueva sobre nosotros, Su bondad se extiende más allá de lo que podemos imaginar y Sus obras son admirables. No hay día que pase en que no tengamos razones para levantar nuestras voces y exaltar Su nombre. Al mirar la creación, al considerar la salvación y al experimentar Su fidelidad, comprendemos que no hay nadie más que merezca nuestra adoración. Por los siglos de los siglos, Su nombre debe ser engrandecido en la tierra y en los cielos.
Tuya es, oh Jehová, la magnificencia y el poder, la gloria, la victoria y el honor; porque todas las cosas que están en los cielos y en la tierra son tuyas.
Tuyo, oh Jehová, es el reino, y tú eres excelso sobre todos.
1 Crónicas 29:11
Este versículo nos recuerda que todo lo que existe pertenece a Dios. La magnificencia, el poder, la gloria, la victoria y el honor no son cualidades humanas, sino atributos divinos. Todo lo que vemos en los cielos y en la tierra es obra de Sus manos, y todo le pertenece. Por eso, nuestra adoración no debe estar dirigida a lo creado, sino al Creador. Reconocer Su grandeza es reconocer que dependemos enteramente de Él y que nada de lo que tenemos nos pertenece en realidad; todo es de Él y para Él.
De Dios es el poder, la gloria y el dominio por todas las generaciones. Nadie puede arrebatarle Su majestad ni disminuir Su gloria. Él es eterno y permanece por siempre, y nuestra adoración es la respuesta natural a Su grandeza. Como hijos de Dios, debemos recordar constantemente que la vida no gira en torno a nosotros, sino en torno a Su gloria. Cada acción, cada decisión y cada palabra debe reflejar este principio: que todo lo hacemos para honrar Su nombre.
Adorar a Dios es un privilegio que no depende de nuestras circunstancias. Podemos estar en abundancia o en escasez, en gozo o en tristeza, en victoria o en derrota, y aun así levantar nuestras manos al cielo y darle gloria. El verdadero adorador sabe que Dios es digno de recibir alabanza en todo momento. Si caemos al suelo, adoramos; si nos faltan fuerzas, adoramos; si lo hemos perdido todo, seguimos adorando. Porque nuestra adoración no depende de lo que tenemos, sino de quién es nuestro Dios. Él nunca cambia, nunca falla y siempre merece lo mejor de nosotros.
Muchas veces habrá obstáculos que intenten impedir nuestra adoración: pruebas, tentaciones, burlas o incluso la apatía espiritual. Pero nada de esto debe detenernos. Aun en medio de la aflicción, podemos proclamar como Job: “Jehová dio, y Jehová quitó; sea el nombre de Jehová bendito” (Job 1:21). La gloria de Dios trasciende nuestras circunstancias. Alabar en medio de la tormenta no solo engrandece a Dios, sino que también fortalece nuestra fe y nos recuerda que Él tiene el control absoluto sobre todas las cosas.
Conclusión: Dios merece toda la gloria por encima de todo. Su poder, Su majestad y Su amor eterno nos invitan a rendirle lo mejor de nuestro corazón. Que nada ni nadie nos robe la oportunidad de adorarlo con sinceridad. Si hemos de cantar, cantemos para Él; si hemos de trabajar, hagámoslo para Su gloria; si hemos de sufrir, que sea con la esperanza de que Su nombre será exaltado a través de nuestra vida. Solo Dios es digno, solo Él merece honra, gloria y alabanza por siempre. A Él sea el imperio y la gloria eternamente. Amén.