La Biblia nos enseña que Dios mira al altivo de lejos, pero al humilde de cerca (Salmos 138:6). Por ende, si somos verdaderamente cristianos o hijos de Dios debemos ser humildes en todo el sentido de la palabra.
La humildad es una de las virtudes más preciosas en la vida cristiana. No se trata solamente de una actitud externa, sino de una disposición interna del corazón. Un cristiano humilde reconoce que todo lo que tiene y todo lo que es proviene de Dios, y que no existe motivo alguno para engrandecerse sobre los demás. Este principio bíblico nos recuerda que la grandeza a los ojos de Dios no se mide por la exaltación personal, sino por la capacidad de servir y amar con sinceridad.
El apóstol Pablo escribió a los Filipenses:
1 Por tanto, si hay alguna consolación en Cristo, si algún consuelo de amor, si alguna comunión del Espíritu, si algún afecto entrañable, si alguna misericordia,
2 completad mi gozo, sintiendo lo mismo, teniendo el mismo amor, unánimes, sintiendo una misma cosa.
3 Nada hagáis por contienda o por vanagloria; antes bien con humildad, estimando cada uno a los demás como superiores a él mismo;
4 no mirando cada uno por lo suyo propio, sino cada cual también por lo de los otros.
Filipenses 2:1-4
Pablo inicia este capítulo diciendo «Por tanto», lo que quiere decir que el mismo es un seguimiento del capítulo anterior, en el cual Pablo les escribió:
15 Algunos, a la verdad, predican a Cristo por envidia y contienda; pero otros de buena voluntad.
16 Los unos anuncian a Cristo por contención, no sinceramente, pensando añadir aflicción a mis prisiones;
Filipenses 1:15-16
Lo que quiere decir que dentro de la iglesia de los filipenses estaban ocurriendo una serie de cosas por las cuales el apóstol les tuvo que reprender. Por esto, confiado de que no todo estaba perdido dentro de la iglesia de Cristo con la actitud de algunos, como él mismo describe, que algunos predican a Cristo por envidia y contienda, aún así tenía la certeza de que allí podía quedar algo espiritual les pide: «Completad mi gozo, sintiendo lo mismo, teniendo el mismo amor, unánimes, sintiendo una misma cosa».
Este llamado de Pablo sigue siendo actual. En muchas congregaciones se repite la misma situación: la rivalidad, la vanagloria y los intereses personales ponen en peligro la unidad del cuerpo de Cristo. Sin embargo, la recomendación apostólica es clara: debemos actuar con humildad, procurando que el bienestar del otro esté por encima de nuestro orgullo o deseos individuales. La vida cristiana no es una competencia, sino un camino de servicio mutuo.
¿Se imagina usted lo difícil que es la vida de un líder, las preocupaciones que tienen que sufrir, muchas veces el desánimo y el comportamiento de algunos hermanos dentro de la iglesia, al punto que a veces tienen que rogar que por favor vivamos unánimes y sin contiendas?
El ejemplo de Pablo nos recuerda que los líderes espirituales no están exentos de luchas internas y externas. Ellos también sienten carga, tristeza y frustración cuando ven divisiones dentro del pueblo de Dios. Por eso, la responsabilidad de cada creyente es vivir en unidad y mostrar respeto por aquellos que guían, reconociendo que la verdadera grandeza en la iglesia no proviene del poder ni del reconocimiento, sino de la humildad y el servicio.
Somos el cuerpo de Cristo y debemos velar los unos por los otros, no buscando lo suyo propio, sino interesándonos por nuestros hermanos en la fe, no intentando ser altivos, sino revestidos de toda humildad, porque esto es de agrado delante del Señor.
La humildad también nos ayuda a cultivar relaciones más sanas. Cuando dejamos de competir y comenzamos a valorar al prójimo, las barreras se rompen y el amor fraternal se fortalece. En una comunidad de fe, no hay lugar para el egoísmo ni para la superioridad, porque todos somos hijos de un mismo Padre celestial. Reconocer esto nos lleva a caminar en verdadera hermandad.
En conclusión, el mensaje de Pablo a los Filipenses es un recordatorio eterno para la iglesia de Cristo: debemos rechazar la altivez y la vanagloria, y revestirnos de un corazón humilde que valore a los demás como superiores a nosotros mismos. La humildad no nos rebaja, sino que nos eleva ante los ojos de Dios, porque Él habita con el quebrantado y con el humilde de espíritu. Que nuestras vidas sean un testimonio vivo de esa verdad, y que, en unidad, podamos reflejar al mundo el amor de Cristo.