La paga del pecado es muerte

Es claro que cada día debemos andar bajo la cobertura de nuestro Señor, pidiendo constantemente nuevas fuerzas para seguir adelante en el camino de Cristo Jesús. La vida cristiana no es un camino sin dificultades, sino una carrera de resistencia donde necesitamos del poder del Espíritu Santo para perseverar. No basta con haber creído en un momento de nuestra vida, debemos seguir firmes hasta el fin, buscando a diario la fortaleza que solo proviene de Dios.

Siempre tendremos luchas, porque el diablo no descansa en sus intentos por apartarnos del Señor. Él buscará que fallemos, que nos desviemos, que volvamos a los viejos caminos de pecado. Sus artimañas siempre estarán presentes, pero nosotros debemos recordar que ya hemos sido libertados por Cristo y que nuestra identidad ahora es diferente: somos hijos de Dios y siervos de justicia. Por eso, la exhortación bíblica es clara: «Sed santos, porque yo soy santo». La santidad debe ser nuestra meta de cada día.

Cuidémonos, entonces, de toda contaminación. El pecado se disfraza muchas veces de cosas pequeñas o insignificantes, pero la Palabra nos recuerda que «la paga del pecado es muerte». No podemos, después de haber sido libres, regresar a los viejos caminos que antes recorríamos. Eso sería como volver a la esclavitud después de haber sido rescatados. Ahora somos luz en el Señor, y como hijos de la luz debemos andar en esa luz, mostrando obras dignas de nuestro llamado.

21 ¿Pero qué fruto teníais de aquellas cosas de las cuales ahora os avergonzáis? Porque el fin de ellas es muerte.

22 Mas ahora que habéis sido libertados del pecado y hechos siervos de Dios, tenéis por vuestro fruto la santificación, y como fin, la vida eterna.

23 Porque la paga del pecado es muerte, mas la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro.

Romanos 6:21-23

El apóstol Pablo nos recuerda aquí la gran diferencia entre la vida pasada y la nueva vida en Cristo. Antes, cuando vivíamos en pecado, los frutos que producíamos solo nos traían vergüenza y condenación, porque el fin de esas cosas era la muerte. Pero ahora que hemos sido libertados, nuestra vida debe producir frutos de santificación, es decir, un proceso constante de purificación y entrega a Dios. Y el fin de esa vida santa es glorioso: la vida eterna junto a nuestro Salvador.

Cuando una persona nace de nuevo en Cristo, las cosas que antes practicaba ahora le avergüenzan. Lo que antes parecía normal, divertido o aceptable, ahora es visto como algo que deshonra al Señor. Esta transformación no ocurre por esfuerzo humano, sino porque el Espíritu Santo obra en nosotros, renovando nuestra mente y dándonos nuevos deseos. Un verdadero creyente ya no se deleita en el pecado, sino que busca agradar a Dios en todo lo que hace.

Pero, ¿cuál es la recompensa del pecado? El versículo 23 nos da la respuesta contundente: «La paga del pecado es muerte». No hay vuelta atrás: el camino del pecado siempre conduce a la separación eterna de Dios. En contraste, el regalo maravilloso del Señor es la vida eterna en Cristo Jesús. Esa dádiva no se gana, no se compra, sino que se recibe por gracia mediante la fe. Es un don inmerecido que Dios ofrece a todo aquel que cree en su Hijo.

Así que, hermanos, sigamos adelante. Resistamos al enemigo con la armadura de Dios, venzamos cada obstáculo con la fe y enfrentemos cada prueba con esperanza. No volvamos al pasado del que fuimos rescatados, sino vivamos una vida santa, como el Señor nos exige. Recordemos que nuestra recompensa es gloriosa: la vida eterna en Cristo Jesús, nuestro Señor. Que cada día podamos decir con firmeza: “Ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí”, y que nuestra vida sea un reflejo del poder transformador del evangelio.

El único pecado imperdonable
Mi Ángel irá delante de ti