No debemos confundirnos respecto a la ley del Antiguo Testamento. Esta ley fue dada por Dios y tiene un propósito claro: mostrarnos lo que es pecado. Es como un espejo que refleja nuestra condición, revelando que somos pecadores necesitados de un Salvador. Sin embargo, lo más importante es entender que la ley no puede salvarnos del pecado, de la muerte ni del infierno. En cambio, Jesucristo, mediador de un pacto mejor, sí pudo liberarnos de la condenación eterna, pues en Él tenemos perdón, vida nueva y esperanza de salvación.
Veamos qué nos dice la Biblia:
19 Entonces, ¿para qué sirve la ley? Fue añadida a causa de las transgresiones, hasta que viniese la simiente a quien fue hecha la promesa; y fue ordenada por medio de ángeles en mano de un mediador.
20 Y el mediador no lo es de uno solo; pero Dios es uno.
21 ¿Luego la ley es contraria a las promesas de Dios? En ninguna manera; porque si la ley dada pudiera vivificar, la justicia fuera verdaderamente por la ley.
22 Mas la Escritura lo encerró todo bajo pecado, para que la promesa que es por la fe en Jesucristo fuese dada a los creyentes.
Gálatas 3:19-22
¿Para qué sirvió la ley? La respuesta es sencilla: para mostrar lo que es pecado, señalarlo y castigar al transgresor. La ley cumplía la función de ser un tutor, una guía que revelaba lo malo, pero no tenía el poder de transformar el corazón ni de borrar la culpa. Es parecido a lo que sucede hoy en nuestros países: existen leyes que establecen lo que está bien y lo que está mal, y quien transgrede esas leyes recibe un castigo. Por ejemplo, una persona que roba debe enfrentar consecuencias porque robar es malo. Así también funcionaba la ley: mostraba el pecado, lo identificaba, pero no podía limpiarlo ni redimir al pecador.
La ley, entonces, no era contraria a las promesas de Dios. Más bien, preparaba el camino para que reconociéramos nuestra necesidad de un Salvador. Si la ley hubiera podido dar vida, entonces la justicia hubiera sido por medio de ella. Pero la Escritura enseña claramente que no es así, porque ningún ser humano podía cumplir la ley a la perfección. Todos, sin excepción, caíamos en transgresión. De ahí que el apóstol Pablo afirme que “la Escritura lo encerró todo bajo pecado”.
Este cuadro de prisión que Pablo presenta es muy ilustrativo: estábamos presos en una cárcel llamada pecado, sin posibilidad de libertad por nosotros mismos. La ley solo servía para recordarnos que éramos culpables, pero no nos ofrecía una salida. Es como estar en una celda con las puertas cerradas y sin llave. La ley nos muestra los barrotes, nos declara culpables, pero no abre la puerta. ¿Quién, entonces, puede liberarnos de esa prisión?
La respuesta está en Cristo. Hemos sido liberados mediante la promesa que es por la fe en Jesucristo. Él vino como el Cordero perfecto que cumplió toda la ley y murió en nuestro lugar, cargando con nuestra culpa. Por medio de su sacrificio en la cruz, abrió la puerta de la cárcel y nos dio verdadera libertad. La ley nos mostró nuestra necesidad, pero Cristo nos dio la solución. En Él ya no somos esclavos del pecado, sino hijos de Dios y herederos de la vida eterna.
Por eso, hermanos, nuestra confianza no debe estar en el cumplimiento externo de reglas, sino en la fe genuina en Jesucristo. La fe es el medio por el cual recibimos la promesa. No se trata de nuestras obras, sino de creer en Aquel que ya hizo la obra perfecta. Esta fe es la que nos justifica, nos transforma y nos sostiene día tras día en nuestro caminar con Dios.
Que esa fe en nuestro Señor nunca sea debilitada. Sigamos creyendo en Él siempre, sin importar las pruebas o tentaciones. Nada ni nadie debe atemorizarnos, porque el mismo Dios que nos salvó es fiel para guardarnos y mantenernos firmes hasta el día de Su venida. Así como la ley tuvo un propósito en el pasado, hoy nuestro propósito es vivir por la fe en Cristo, disfrutando de la libertad gloriosa que Él nos ha regalado.