La Biblia nos habla mucho de la eternidad o de las cosas eternas. La eternidad es una de las grandes promesas que tiene la iglesia de Cristo, el saber que aunque este cuerpo corruptible muera, podamos resucitar un día y vivir para siempre en las moradas del Señor. Esto lo hemos creído durante tantos años de cristianismo, pero no es solo creer en la eternidad, es vivir para la eternidad. ¿Qué hacemos para vivir dignos como personas que un día estarán con el Señor por todos los siglos?
En primer lugar, la vida eterna no es algo que comienza en el cielo, es algo que comienza desde el momento que Cristo entra a nuestros corazones. Desde el instante en que reconocemos a Jesús como Señor y Salvador, pasamos de muerte a vida. El creyente no espera únicamente la eternidad como algo futuro, sino que ya la posee en Cristo Jesús. Esto nos debe llevar a vivir con un propósito diferente al del mundo, a enfocar nuestras decisiones y nuestras prioridades en lo que trasciende.
Y yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano.
Juan 10:28
Jesús dice: «Y yo les doy vida eterna». Observa que no promete darla en un futuro incierto, sino que ya la ha otorgado. Cristo nos ha dado vida eterna, a todos aquellos que le hemos confesado como nuestro Señor y Rey, y debemos vivir dignos como personas que realmente poseen ese regalo celestial. Esta verdad debe motivarnos a caminar en santidad, a vivir con gratitud y a comprender que nuestro destino final no está en este mundo, sino en la gloria eterna con el Señor.
A veces nos acomodamos tanto a lo material, al entretenimiento, a la tecnología y a las distracciones de esta vida, que olvidamos que poseemos la vida eterna. Olvidamos que cada día debe ser vivido con un sentido de propósito eterno. Vivir con la mirada en lo eterno significa invertir tiempo en aquello que tiene valor en la presencia de Dios: la oración, la lectura de la Palabra, la comunión con los hermanos, la santificación personal y la proclamación del evangelio. Estas son las disciplinas que nos ayudan a vivir conscientes de la eternidad que ya nos ha sido otorgada.
La eternidad nos recuerda que lo pasajero de este mundo no debe ser nuestro mayor tesoro. Las riquezas, la fama, los logros materiales son temporales, pero lo que hacemos para Dios permanece para siempre. Jesús mismo dijo: «No os hagáis tesoros en la tierra, donde la polilla y el orín corrompen, y donde ladrones minan y hurtan; sino haceos tesoros en el cielo» (Mateo 6:19-20). Esta exhortación nos llama a pensar en qué estamos invirtiendo nuestro tiempo, nuestras fuerzas y nuestros recursos. ¿Vivimos solo para lo pasajero o estamos sembrando para lo eterno?
Además, vivir con la eternidad en mente nos ayuda a soportar las pruebas. El apóstol Pablo decía que «esta leve tribulación momentánea produce en nosotros un cada vez más excelente y eterno peso de gloria» (2 Corintios 4:17). Es decir, todo dolor, toda aflicción y toda lágrima que enfrentamos en esta tierra no se compara con la gloria que nos espera. La esperanza de la vida eterna nos sostiene, nos da fuerzas para perseverar y nos recuerda que nuestro sufrimiento tiene un final glorioso en Cristo.
También debemos recordar que la vida eterna es un llamado a la santidad. El apóstol Pedro nos insta a vivir en santidad porque somos peregrinos en esta tierra y nuestra verdadera patria está en los cielos. Vivir para la eternidad implica dejar a un lado el pecado, apartarnos de lo que contamina y consagrarnos cada día más al Señor. La vida eterna no solo se trata de una recompensa futura, sino de una transformación presente que se refleja en nuestra manera de vivir.
Querido hermano, no olvides que ya posees vida eterna en Cristo Jesús. No es algo lejano o inalcanzable, es una realidad que debe impactar cada área de tu vida. Vive cada día como alguien que ya es ciudadano del cielo, como alguien que pertenece a un reino eterno e inconmovible. Predica el evangelio, dedica tiempo a Dios, busca la santificación, y cuando llegue el día final podrás escuchar las palabras más gloriosas: «Bien, buen siervo y fiel… entra en el gozo de tu Señor».