Clamemos a Dios aunque pensemos que Él no nos está escuchando, aunque en nuestro corazón surja la idea de que el cielo está cerrado y nuestras oraciones no suben más allá del techo. Recordemos que, aunque no lo veamos, Dios siempre está atento, porque su Palabra nos asegura que Él inclina su oído al clamor de sus hijos. Aun en medio de la aparente ausencia, Él sigue siendo nuestra esperanza, nuestro refugio seguro en tiempos de angustia.
La oración no es un acto mecánico, es una entrega sincera del corazón. Por eso debemos orar con fe, con la certeza de que el Señor escucha cada palabra, incluso aquellas que no pronunciamos con la boca pero que brotan de lo más profundo del alma. Cuando elevamos una oración sincera, confiados en su bondad, podemos estar seguros de que Dios nos ayudará y vendrá en nuestro socorro, aunque la respuesta tarde más de lo que quisiéramos.
Debemos mantenernos firmes, seguir adelante sin retroceder, porque Dios ha prometido estar con nosotros todos los días hasta el fin del mundo. Aunque no lo veamos físicamente, su presencia nos rodea y nos sostiene. No desmayemos, no desesperemos, porque ningún proceso, ninguna tribulación, podrá arrebatarnos lo que Dios ya nos ha entregado. Lo que Él ha determinado para nuestra vida se cumplirá, aunque atravesemos por el valle de sombra de muerte.
Por eso no debemos cansarnos de clamar. La insistencia en la oración no es señal de desconfianza, sino de fe y dependencia de Dios. Cuando clamas con el corazón, estás reconociendo tu total dependencia del Señor. Nunca pienses que tu oración es inútil o que Dios no te escucha. Él siempre escucha, pero en su sabiduría perfecta, a veces permite cargas y pruebas para moldearnos y enseñarnos a caminar en obediencia y confianza. La demora de Dios nunca es abandono, sino preparación.
1 De lo profundo, oh Jehová, a ti clamo.
2 Señor, oye mi voz; estén atentos tus oídos a la voz de mi súplica.
Salmos 130:1-2
El salmista expresa un clamor que nace desde lo más íntimo de su ser. No son palabras superficiales, sino un ruego intenso que sale desde lo profundo. Reconoce su necesidad de Dios, reconoce que sin su ayuda no puede continuar. De la misma manera, nosotros debemos acudir a Dios con el corazón quebrantado, con humildad, reconociendo que solo Él tiene la respuesta. Dios se deleita en escuchar a aquellos que claman de corazón sincero.
El escritor de este salmo sabía que sus enemigos eran muchos, que las circunstancias lo sobrepasaban, pero también sabía que Dios podía cambiarlo todo. Esa es la enseñanza para nosotros: aunque nuestras fuerzas se agoten y la desesperanza intente invadirnos, debemos seguir clamando. La desesperación nos impulsa a veces a exigir respuestas inmediatas, pero debemos recordar que Dios obra en su tiempo perfecto. Él nunca llega tarde, ni se equivoca en sus decisiones.
Las pruebas de la vida pueden hacernos dudar, pueden hacernos sentir que estamos solos. Pero esa es una mentira del enemigo. La verdad es que Dios está más cerca de lo que imaginamos. Su Espíritu nos consuela, su presencia nos rodea, sus promesas nos sostienen. A veces Él permite que atravesemos por desiertos no para destruirnos, sino para que en medio de la sequedad aprendamos a depender totalmente de Él y a ver su gloria manifestada.
Cuando el silencio de Dios parece interminable, en realidad es un espacio que nos invita a confiar más. Él está obrando en lo invisible, preparando el terreno para darnos lo que realmente necesitamos. No olvides que, aun en los momentos más oscuros, Dios está trabajando en tu favor. Por eso, clama con fe, con paciencia, con esperanza, y confía en que Él inclinará su oído a tu oración.
Querido hermano, no dejes de clamar. Aunque las lágrimas empañen tus ojos, aunque la respuesta no llegue en el tiempo que esperas, persiste. Dios escucha, Dios ve, y Dios actúa. A su tiempo perfecto levantará tu vida, fortalecerá tu corazón y pondrá cántico nuevo en tu boca. Recuerda que la oración sincera nunca es en vano: siempre mueve el corazón de Dios y transforma el tuyo.