Siempre pidamos a nuestro Dios que nos examine y que ponga nuestras vidas a prueba delante de Él, porque si Él nos pone a prueba, gracias a esas pruebas seremos más fuertes, creceremos en la fe y conoceremos más de su carácter. Cada proceso que atravesamos, aunque difícil, es una oportunidad de aprendizaje y de intimidad con el Señor. Él, a través de esas pruebas, nos ayuda en todo momento y nos enseña a depender más de su gracia y misericordia.
No debemos temer cuando seamos probados por Dios, más bien debemos dar gracias, porque ser probados significa que Dios está trabajando en nosotros. La Palabra nos recuerda que el Señor no pondrá en nosotros carga que no podamos llevar; por lo tanto, podemos confiar en que, si nos permite enfrentar un reto, también nos dará la fortaleza necesaria para superarlo. Nuestra confianza debe estar siempre en Dios y en su fidelidad.
Por eso, nuestra oración debe ser constante: «Señor, examina mi corazón, muéstrame si hay algo en mí que no te agrada. Dirígeme en tu verdad y guíame por el camino que conduce a la vida eterna». El salmista comprendía esta necesidad y elevó estas palabras al Creador, sabiendo que solo Dios conoce los pensamientos más profundos del hombre.
Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón;
Pruébame y conoce mis pensamientos;Salmos 139:23
El escritor de este salmo no tenía miedo de pedirle a Dios un examen profundo, porque entendía que la mirada del Señor es justa, perfecta y amorosa. Él deseaba que sus obras, pensamientos y deseos fueran agradables delante del Altísimo, y que si se encontraba en un camino de error, el Señor mismo lo corrigiera. Este tipo de oración refleja humildad y un corazón rendido a la voluntad de Dios.
Cuando permitimos que Dios nos examine, estamos reconociendo que no confiamos en nuestra propia sabiduría, sino en la sabiduría del Creador. Él es quien puede mostrarnos si en nuestro interior hay orgullo, egoísmo, falta de perdón o cualquier otra área que necesita ser transformada. Así, abrimos la puerta para que el Espíritu Santo trabaje en nosotros y nos moldee conforme a la imagen de Cristo.
Es importante recordar que las pruebas no vienen para destruirnos, sino para fortalecernos. Así como el oro es probado en el fuego y purificado de sus impurezas, así también nuestras vidas son purificadas cuando atravesamos procesos difíciles. Cada adversidad nos enseña a depender de Dios y a confiar en que su propósito es siempre bueno. Como dice el apóstol Pedro: «Para que sometida a prueba vuestra fe, mucho más preciosa que el oro… sea hallada en alabanza, gloria y honra cuando se manifieste Jesucristo» (1 Pedro 1:7).
Y ve si hay en mí camino de perversidad,
Y guíame en el camino eterno.Salmos 139:24
El salmista no solo pedía ser examinado, sino también ser guiado. Reconocía que podía equivocarse, pero confiaba en que Dios lo llevaría por el camino correcto. Nosotros también necesitamos esa dirección divina en cada decisión. El camino de perversidad es todo aquello que nos aparta de Dios, y el camino eterno es aquel que nos conduce a su presencia y a la vida en Cristo. Por eso, debemos pedirle al Señor que nos saque de cualquier senda de maldad y nos encamine hacia la verdad.
Aceptar la corrección de Dios no siempre es fácil, pero es necesaria. Cuando Dios nos muestra algo en nuestro corazón que no está bien, debemos recibirlo con humildad y permitir que Él lo quite. Esa disposición de ser moldeados por el Señor es lo que marca la diferencia entre un creyente superficial y uno que crece firmemente en la fe. Dios quiere hijos que estén dispuestos a ser transformados día a día, y eso solo ocurre cuando dejamos que su Palabra y su Espíritu nos examinen.
Amado hermano, hoy más que nunca necesitamos ser creyentes dispuestos a ser probados y examinados por Dios. La vida cristiana no se trata de aparentar perfección, sino de vivir en un proceso constante de santificación donde el Señor nos perfecciona. Pidámosle al Padre que revele nuestras fallas, que nos corrija en amor y que nos conduzca siempre hacia la senda de justicia. Recuerda: el examen de Dios no es para condenarnos, sino para librarnos del mal y encaminarnos hacia la vida eterna en Cristo Jesús.