No lo puedo callar

Cuando el Maestro pasaba por las ciudades siempre aparecían personas que estaban necesitadas de un milagro del Señor, unos necesitaban la vista, otros eran cojos, venían endemoniados, leprosos, también recordamos la mujer que padecía desde hace 12 años un flujo y fue sanada. Era como si cada ciudad estuviera esperando ansiosamente el paso de Jesús, porque dondequiera que Él iba, la esperanza resplandecía y los corazones abatidos recobraban fuerza. La fama de Cristo se extendía rápidamente, no porque Él buscara reconocimiento humano, sino porque su compasión y poder eran imposibles de ocultar.

Frecuentemente, cuando el Señor realizaba un milagro, le pedía a la persona sanada que no le contase a nadie, pero imagina el tiempo que estas personas duraban para ver este maravilloso milagro. Algunas habían pasado décadas en enfermedad, otras habían nacido con limitaciones y nunca habían experimentado lo que para otros era cotidiano: ver, caminar, oír, hablar. Es difícil después de haber recibido tal milagro no contarlo a los demás, debido al gran regocijo que se puede sentir al ser sano luego de tanto tiempo. Sus corazones rebosaban de gratitud, y sus labios no podían permanecer en silencio.

Estos hechos pasaban en cada una de las ciudades que Jesús visitaba, Él se encontraba con ellos a su paso. No había un lugar en el que el Señor permaneciera indiferente a las necesidades humanas. Vemos el ejemplo cuando Jesús pasó a la otra ciudad donde allí se encontró al endemoniado gadareno, este hombre tenía ya mucho tiempo en esta condición, pero un día llegó su milagro. Fue sanado por Jesús, el cual le pidió que se fuera a casa y diera el testimonio de que el Padre tuvo misericordia de él. Este hombre hizo así y contó a todos lo que Jesús había hecho con él, y aquel testimonio se convirtió en una poderosa predicación sin palabras escritas, solo con la evidencia de una vida transformada.

Entonces les tocó los ojos,

diciendo: Conforme a vuestra fe os sea hecho.

Mateo 9:29

A veces en nuestro alrededor tenemos personas que desde su nacimiento son ciegos, otros cojos, sordos, mudos, que en toda su vida no han podido tener un milagro. Vivimos rodeados de necesidades que nos recuerdan cuán frágil es la vida humana. Pero también tenemos a otras que esas enfermedades les han tomado por sorpresa y que también en un determinado momento han sido sanadas por Dios. En ambos casos, la enseñanza es clara: no importa si la carga ha estado desde el inicio de la vida o apareció de repente, el poder de Cristo es suficiente para traer sanidad y restauración.

Y los ojos de ellos fueron abiertos.

Y Jesús les encargó rigurosamente,

diciendo: Mirad que nadie lo sepa.

Mateo 9:30

Había momentos en los cuales Jesús les decía a personas que tenían algún tipo de padecimiento que Él sanaba, y luego les pedía que no contaran a nadie. Una cosa pasaba, y era que había personas que no creían el milagro que Jesús hacía. Ellos eran espectadores incrédulos, miraban pero no entendían. Aun así, los milagros cumplían un propósito mayor: confirmar que Cristo era el Hijo de Dios y que el reino de los cielos se había acercado. Cada sanidad no era solo una muestra de poder, sino también una invitación a creer.

Pero salidos ellos,

divulgaron la fama de él por toda aquella tierra.

Mateo 9:31

Esto pasó debido a que todas las personas que recibían un milagro lo divulgaban con sus amigos, familiares y conocidos. No podían contener la alegría de contar lo que Cristo había hecho en sus vidas. En verdad, este hecho de que le conociera mucha gente no le hacía daño, porque Él aprovechaba para dar sus sermones y enseñar la verdad del evangelio. Cada multitud que se reunía era una oportunidad divina para que escucharan la poderosa Palabra del Maestro. Muchos llegaban buscando sanidad física, pero terminaban encontrando algo mucho mayor: la salvación de sus almas.

El testimonio de aquellos sanados se convirtió en un eco que resonaba en toda la región. Así como el gadareno anunció lo que Cristo hizo en su vida, cada uno de los que fueron tocados por el Señor llevaba en sí mismo una historia que predicaba más fuerte que cualquier discurso. Hoy también nosotros somos llamados a dar testimonio de lo que Dios ha hecho. Tal vez no todos hayamos recibido una sanidad física, pero todos los que hemos sido rescatados del pecado conocemos la experiencia del verdadero milagro: la vida nueva en Cristo Jesús.

La fama de Jesús crecía no por propaganda humana, sino por el impacto real en vidas transformadas. Y lo mismo ocurre en nuestro tiempo: cuando Cristo toca un corazón, el cambio es evidente. Por eso, como aquellos sanados, no podemos quedarnos en silencio. Nuestro deber es anunciar lo que Él ha hecho, para que otros vengan también a recibir su gracia. Porque la misión de Cristo no fue solamente sanar cuerpos, sino restaurar al ser humano en su totalidad: espíritu, alma y cuerpo. Que cada día podamos ser testigos vivos de ese poder, proclamando con gozo que Jesús sigue obrando milagros.

Jesús, causa de división
Él mismo tomó nuestras enfermedades, y llevó nuestras dolencias