El Señor es quien sacia mi sed

Cuando tenemos sed, acudimos a algún lugar a tomar agua para eliminar esa sed. Cuando esa sensación llega a nuestras vidas, nos desesperamos porque necesitamos ser saciados, y es por eso que buscamos inmediatamente la forma de beber para poder estar bien. Sin embargo, hablando de ser saciados, existe una sed mucho más profunda, una sed que el hombre no puede quitar con agua terrenal, una sed que no se calma con bebidas ni con placeres de este mundo, una sed que solo Dios puede saciar.

Debemos estar claros en que solo hay uno que puede saciar esa necesidad interior, esa sed espiritual que brota desde lo más profundo de nuestro ser. Ningún ser humano, por más esfuerzo que haga, puede satisfacerla completamente. Esa sed es la de propósito, de paz, de sentido en la vida, y solo Cristo tiene el agua que puede llenar ese vacío y saciar para siempre. Nuestro Señor Jesús lo dejó claramente dicho:

mas el que bebiere del agua que yo le daré, no tendrá sed jamás; sino que el agua que yo le daré será en él una fuente de agua que salte para vida eterna.

Juan 4:14

Qué palabras tan alentadoras y confortantes fueron pronunciadas por nuestro Señor Jesucristo. En ese pasaje, Jesús estaba hablando con la mujer samaritana junto al pozo, una mujer que había intentado llenar su vida de distintas maneras, pero que aún seguía vacía. Ese encuentro con el Maestro nos enseña que todos, en algún momento, experimentamos esa misma necesidad. Podemos intentar saciarla con riquezas, con relaciones, con reconocimiento o con placeres pasajeros, pero al final, seguimos teniendo sed. Solo cuando acudimos a Cristo encontramos el agua que verdaderamente sacia y transforma.

Este es nuestro Señor que puede saciar nuestra sed dondequiera que nos encontremos. No importa si estamos en el desierto de la soledad, en medio del mar de preocupaciones o debajo de la tierra en circunstancias difíciles y dolorosas. Dios siempre estará presente para saciarnos, para cambiar nuestras vidas y para transformar nuestro carácter. Su agua no es limitada, no se agota, ni depende de nuestras condiciones externas. Es un manantial eterno que brota del amor y la gracia de Dios.

El agua que Jesús ofrece no solo calma momentáneamente, sino que se convierte en una fuente interior que produce vida abundante. Es decir, no solo somos saciados, sino que a la vez somos capacitados para dar de esa misma agua a otros, compartiendo esperanza, paz y consuelo con quienes están sedientos. Esa es la obra maravillosa del Espíritu Santo en la vida del creyente: un río de agua viva que nunca se seca.

Confiemos en el Señor. Cuando tengamos sed de Él, vayamos delante de Su presencia para ser saciados. Así todas aquellas cosas que nos impedían llegar a nuestras metas espirituales serán quitadas, y hallaremos nuevas fuerzas para seguir caminando en el propósito divino. Si nos acercamos a Dios con un corazón humilde, Él nos dará de esa agua que salta para vida eterna y jamás volveremos a sentir el vacío que el mundo produce.

Querido lector, hoy es un buen día para examinar tu corazón y preguntarte: ¿qué agua has estado bebiendo? ¿Has tratado de saciar tu sed en los lugares equivocados? Recuerda que el agua del mundo solo calma por un instante, pero al poco tiempo la sed regresa. En cambio, el agua que Cristo da es eterna, poderosa y suficiente para sostenernos en esta vida y prepararnos para la eternidad.

Conclusión: La verdadera saciedad del alma no se encuentra en nada creado, sino en el Creador mismo. Jesús es el agua viva, y todo aquel que bebe de Él nunca volverá a tener sed. Acerquémonos, pues, a esa fuente inagotable de gracia y dejemos que su río de vida fluya en nosotros y a través de nosotros, hasta el día en que estemos completamente saciados en Su presencia eterna.

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