Es claro que cada día debemos andar bajo la cobertura de nuestro Señor, pidiendo constantemente nuevas fuerzas para seguir adelante en el camino de Cristo Jesús. La vida cristiana no es un camino sin dificultades, sino una carrera de resistencia donde necesitamos del poder del Espíritu Santo para perseverar. No basta con haber creído en un momento de nuestra vida, debemos seguir firmes hasta el fin, buscando a diario la fortaleza que solo proviene de Dios.
Siempre tendremos luchas, porque el diablo no descansa en sus intentos por apartarnos del Señor. Él buscará que fallemos, que nos desviemos, que volvamos a los viejos caminos de pecado. Sus artimañas siempre estarán presentes, pero nosotros debemos recordar que ya hemos sido libertados por Cristo y que nuestra identidad ahora es diferente: somos hijos de Dios y siervos de justicia. Por eso, la exhortación bíblica es clara: «Sed santos, porque yo soy santo». La santidad debe ser nuestra meta de cada día.
Cuidémonos, entonces, de toda contaminación. El pecado se disfraza muchas veces de cosas pequeñas o insignificantes, pero la Palabra nos recuerda que «la paga del pecado es muerte». No podemos, después de haber sido libres, regresar a los viejos caminos que antes recorríamos. Eso sería como volver a la esclavitud después de haber sido rescatados. Ahora somos luz en el Señor, y como hijos de la luz debemos andar en esa luz, mostrando obras dignas de nuestro llamado.
Pero, ¿cuál es la recompensa del pecado? El versículo 23 nos da la respuesta contundente: «La paga del pecado es muerte». No hay vuelta atrás: el camino del pecado siempre conduce a la separación eterna de Dios. En contraste, el regalo maravilloso del Señor es la vida eterna en Cristo Jesús. Esa dádiva no se gana, no se compra, sino que se recibe por gracia mediante la fe. Es un don inmerecido que Dios ofrece a todo aquel que cree en su Hijo.
Así que, hermanos, sigamos adelante. Resistamos al enemigo con la armadura de Dios, venzamos cada obstáculo con la fe y enfrentemos cada prueba con esperanza. No volvamos al pasado del que fuimos rescatados, sino vivamos una vida santa, como el Señor nos exige. Recordemos que nuestra recompensa es gloriosa: la vida eterna en Cristo Jesús, nuestro Señor. Que cada día podamos decir con firmeza: “Ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí”, y que nuestra vida sea un reflejo del poder transformador del evangelio.