Este título pertenece a palabras dichas por Dios a su pueblo Israel cuando los sacó de Egipto con mano poderosa. No fue un acto cualquiera, sino un despliegue de poder divino para mostrar a todas las naciones que Él es el único Dios verdadero. Dios no sacó a su pueblo para que anduvieran errantes y sin rumbo en el desierto, sino que tenía un plan perfecto: guiarlos hacia la tierra prometida, esa tierra que fluía leche y miel, donde podrían experimentar la plenitud de sus promesas.
La Biblia dice:
23 Porque mi Ángel irá delante de ti, y te llevará a la tierra del amorreo, del heteo, del ferezeo, del cananeo, del heveo y del jebuseo, a los cuales yo haré destruir.
24 No te inclinarás a sus dioses, ni los servirás, ni harás como ellos hacen; antes los destruirás del todo, y quebrarás totalmente sus estatuas.
25 Mas a Jehová vuestro Dios serviréis, y él bendecirá tu pan y tus aguas; y yo quitaré toda enfermedad de en medio de ti.
Éxodo 23:23-25
Israel tendría que atravesar el desierto, y en ese camino también enfrentar a naciones poderosas. Pero, ¿qué importaba? El Ángel del Señor iba delante de ellos, y con Él no había enemigo que pudiera resistir. Ninguna nación, por fuerte que pareciera, podría vencer al Dios todopoderoso que había abierto el mar Rojo y había derrotado al faraón y a su ejército. La presencia del Señor aseguraba la victoria, porque no se trataba de la fuerza del pueblo, sino del poder divino que los respaldaba.
El pueblo de Israel tenía el privilegio más alto: el Señor mismo peleaba por ellos. Sin embargo, esta promesa estaba acompañada de una condición muy clara: «Adorarás solamente al Señor tu Dios». Dios no solo los liberó, sino que exigió fidelidad y obediencia. Él no comparte su gloria con los ídolos, y el pacto incluía servirle a Él con exclusividad. La bendición estaba ligada a la obediencia: si servían a Jehová, Él bendeciría su pan y su agua y quitaría la enfermedad de en medio de ellos.
Israel debía tener claro que no podía inclinarse a otros dioses ni seguir las prácticas de las naciones paganas. Debían destruir por completo sus ídolos y estatuas, porque tolerar la idolatría significaba abrir puertas a la desobediencia y al juicio de Dios. La fidelidad a Jehová era la garantía de vida, de prosperidad y de victoria. Sin embargo, la historia nos muestra que Israel muchas veces falló en este aspecto, desviándose tras dioses ajenos y cayendo en prácticas abominables. Cada vez que se apartaban, sufrían consecuencias; pero cuando se volvían al Señor, Él mostraba su misericordia y restauraba a su pueblo.
Esta lección es vigente para nosotros hoy. Dios quiere lo mejor para sus hijos, aun cuando atravesamos «desiertos» en nuestra vida: momentos de prueba, dificultad o soledad. En medio de esas etapas, Él sigue siendo el mismo Dios que guía, provee y protege. El Señor pelea nuestras batallas y nos recuerda que no debemos inclinarnos a otros “dioses”, es decir, nada debe ocupar el lugar de Dios en nuestro corazón: ni el dinero, ni la fama, ni los placeres de este mundo. Solo Él es digno de adoración.
La gran pregunta es: ¿estamos escuchando la voz que nos guía a toda justicia y verdad? El Espíritu Santo, enviado por Jesús, es quien nos recuerda el camino correcto y nos fortalece para vencer las tentaciones de este mundo. Así como Israel debía obedecer al mandato de destruir los ídolos, nosotros debemos apartarnos de todo aquello que nos aleje de Dios y rendirnos completamente a su voluntad.
Que esta palabra nos anime a confiar en que el Señor va delante de nosotros. No importa lo grande que parezcan los enemigos ni lo largo del desierto, el Ángel del Señor —Cristo mismo— es quien nos guía y nos conduce a la victoria. Sigamos firmes en la fe, adorando solo al Dios verdadero, y experimentaremos su bendición, su protección y su paz en todo momento.