La vida misma nos enseña que todo tiene un inicio, desde la creación de la tierra hasta la historia de la humanidad. Sin embargo, hay un Ser que no tiene ni principio ni fin: Dios. Él es eterno, infinito, sin límite de tiempo ni de poder. Todo lo demás tiene un autor, un comienzo, una causa. La tierra fue creada por Dios, el pecado entró al mundo a través de Adán, y la salvación también tiene un autor, Jesucristo, nuestro Señor y Redentor. Por eso damos gloria a Dios, porque en medio de la oscuridad del pecado, Él proveyó el camino de salvación.
El autor de la carta a los Hebreos nos presenta una verdad fundamental acerca de Cristo y su obra redentora. En este pasaje se resalta que Jesús, siendo hecho hombre, fue coronado de gloria y honra a causa de su sacrificio en la cruz. Él es el autor de nuestra salvación, el único que pudo pagar el precio que la humanidad jamás podría haber pagado por sí misma.
9 Pero vemos a aquel que fue hecho un poco menor que los ángeles, a Jesús, coronado de gloria y de honra, a causa del padecimiento de la muerte, para que por la gracia de Dios gustase la muerte por todos.
10 Porque convenía a aquel por cuya causa son todas las cosas, y por quien todas las cosas subsisten, que habiendo de llevar muchos hijos a la gloria, perfeccionase por aflicciones al autor de la salvación de ellos.
Hebreos 2:9-10
El mensaje de estos versículos es claro: Jesús tomó nuestro lugar. Él sufrió lo que nosotros debimos sufrir y murió la muerte que merecíamos a causa de nuestro pecado. No fue un acontecimiento casual, sino parte del plan eterno de Dios para reconciliar a la humanidad consigo mismo. La salvación comienza y termina con el nombre de Jesús, y en ningún otro nombre hay esperanza de vida eterna.
El camino de Cristo hacia la gloria estuvo marcado por el sufrimiento. Nuestro Señor padeció injusticias, dolores, burlas, menosprecios y persecuciones. Fue traicionado, humillado y finalmente llevado a la cruz. Todo esto lo soportó voluntariamente para abrirnos el acceso al Padre. Por amor, se entregó hasta la muerte, mostrando la profundidad de la gracia divina.
Esta obra de redención nos enseña también que la vida cristiana no está exenta de pruebas. Así como Jesús fue perfeccionado por medio de las aflicciones, nosotros somos llamados a permanecer firmes en medio de las dificultades. Cada lucha nos recuerda que tenemos un Salvador que ya venció, y que en Él tenemos la victoria asegurada.
Queridos hermanos, debemos afirmar en nuestros corazones que no hay salvación en otro nombre. Las filosofías humanas, las obras o cualquier religión no pueden otorgar lo que solo Cristo ofrece: el perdón de los pecados y la vida eterna. La Biblia es contundente al respecto: “En ningún otro hay salvación” (Hechos 4:12). Por eso debemos proclamar este mensaje con valentía, sabiendo que es la verdad que transforma vidas.
Al reflexionar en el sacrificio de Cristo, surge en nosotros una actitud de gratitud y alabanza. Él, siendo el Hijo de Dios, se humilló haciéndose semejante a los hombres. Aunque fue hecho un poco menor que los ángeles, ahora está exaltado a la diestra del Padre, coronado de gloria y honra. Nuestro deber como hijos de Dios es adorarle y glorificarle, reconociendo que sin su sacrificio estaríamos perdidos.
Este mensaje también nos invita a vivir con esperanza. La salvación que Cristo nos otorgó no es solo para librarnos de la condenación eterna, sino también para darnos una vida nueva aquí y ahora. Vivir bajo la gracia de Dios significa caminar en libertad, sabiendo que la obra de Cristo es suficiente. Ya no vivimos esclavizados al pecado, sino que somos hijos adoptados en la familia de Dios.
En conclusión, Jesús es el autor de nuestra salvación. Él sufrió, murió y resucitó para que hoy podamos disfrutar de la vida eterna. Que nuestro corazón se llene de fe, gratitud y obediencia, reconociendo que en Él tenemos todo lo que necesitamos. Alabemos al que fue humillado, pero que ahora está sentado en el trono, lleno de gloria y majestad. ¡A Él sea la gloria por los siglos de los siglos! Amén.