Oh Señor, límpianos de nuestros pecados

Oh, Señor, cada día Te pedimos que nos ayudes a seguir Tus caminos, que alumbres por donde quiera que vayamos porque solo Tú nos haces caminar seguros, por eso confiamos en Ti. Sin Tu dirección nuestros pasos se desvían fácilmente, y nuestras fuerzas humanas no son suficientes para enfrentar las batallas de la vida. Tú eres la luz que disipa toda oscuridad, y cuando nos dejas caminar bajo Tu amparo, entonces podemos decir con confianza que estamos en paz, porque sabemos que nuestra vida está en Tus manos.

Por Tu palabra somos limpiados, por eso Te pedimos que nos renueves cada día y que podamos llevar siempre Tu palabra en cada uno de nuestros corazones, porque de esta manera nos mantendremos firmes y no pecaremos contra Ti. El salmista dijo: “En mi corazón he guardado tus dichos para no pecar contra Ti”. Así también queremos nosotros vivir, con la Palabra como guía y fortaleza. Por eso nos humillamos ante Ti glorificando Tu santo nombre, reconociendo que sin Ti nada podemos hacer, pero contigo todo lo podemos enfrentar con gozo y esperanza.

Tus palabras hacen que nuestro caminar sea seguro, que salgamos a todos los lados confiados, sin temor a nada porque Tú estás con nosotros. Tú eres nuestro guardador y Tú estás con nosotros como poderoso gigante para ayudarnos y socorrernos en todo momento. Cuando las dificultades nos rodean y los enemigos se levantan contra nosotros, podemos recordar que no estamos solos, que hay un Dios que pelea nuestras batallas y que nunca nos deja desamparados.

1 Ten piedad de mí, oh Dios, conforme a tu misericordia;
Conforme a la multitud de tus piedades borra mis rebeliones.

2 Lávame más y más de mi maldad,
Y límpiame de mi pecado.

Salmos 51:1-2

En estos versículos vemos al escritor de este salmo, el rey David, reconociendo su pecado y pidiendo al Señor que lo librara. Imploraba misericordia, suplicaba limpieza, porque sabía que solo Dios podía borrar sus rebeliones. Esto debemos hacer nosotros cada día: acercarnos en humildad a Dios, confesar nuestras faltas y pedir que su sangre preciosa nos lave de todo pecado. Es un acto de rendición, de reconocer que no podemos justificarnos por nuestras propias obras, sino únicamente por su misericordia infinita.

A veces vienen problemas o dificultades que nos hacen tropezar y pecar, y eso es precisamente lo que el enemigo quiere: que fallemos a Dios para después acusarnos y burlarse de nosotros. Pero no olvidemos algo muy importante: tenemos un Dios que perdona nuestras rebeliones, que cura nuestras heridas y que restaura nuestra alma. Aunque caigamos, Él nos levanta; aunque estemos derribados, no estaremos destruidos. Su gracia nos alcanza aun en los momentos más oscuros, porque su amor es eterno y su misericordia no tiene fin.

El enemigo dirá: “te vencí”, pero la verdad es que en Cristo somos más que vencedores. Aun cuando las lágrimas empañen nuestros ojos, podemos levantar nuestras manos al cielo y decir: “Mi Redentor vive”. Esa es nuestra seguridad: no en nosotros mismos, sino en el poder y la fidelidad de Dios. Por eso seamos más fuertes en el Señor, apoyémonos en sus promesas y recordemos que su Palabra nos sostiene cuando sentimos que ya no podemos más.

El Señor está delante de nosotros para que podamos caminar con fuerzas renovadas. Cada día nos invita a confiar, a descansar en su gracia, a creer que lo que Él comenzó en nosotros lo perfeccionará hasta el día de Jesucristo. Nuestra vida no depende de las circunstancias externas, sino de la roca firme en la que hemos decidido edificar. Si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros?

Oh, amados hermanos, confiemos en el Señor y en sus Palabras, ellas nos mostrarán siempre el camino de la verdad por el cual debemos andar. En tiempos de confusión, su Palabra nos dará claridad; en tiempos de tristeza, nos dará consuelo; en momentos de prueba, nos dará fortaleza. Por eso no dejemos de escudriñar las Escrituras, porque en ellas hallamos la vida eterna y el alimento para nuestras almas.

Así que cada mañana levantemos nuestra oración como David: “Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón; guíame en el camino eterno”. Y cada noche, al cerrar nuestros ojos, agradezcamos por su fidelidad, porque si llegamos al final de un día más es gracias a su cuidado. Que nuestras vidas sean un cántico de gratitud, una ofrenda de obediencia y un testimonio vivo de que Dios es real, que escucha, que perdona y que restaura. Caminemos confiados, sabiendo que Él es nuestro Pastor y que nada nos faltará.

Jesús prometió que no nos dejaría solos
Cómo entender la Biblia