En la vida cristiana siempre enfrentamos desafíos que ponen a prueba nuestro carácter y nuestra obediencia a Dios. Uno de esos desafíos son las contiendas y divisiones dentro de la congregación. Aunque parezca sorprendente, este no es un problema nuevo, ya que desde los primeros siglos de la iglesia existieron diferencias y conflictos que debían resolverse bajo la guía de la Palabra de Dios. El apóstol Pablo dedicó varias de sus cartas a corregir y amonestar sobre este asunto, pues entendía que la unidad del cuerpo de Cristo era esencial para el crecimiento de la iglesia y el testimonio al mundo.
¿En tu congregación alguna vez ha habido alguna clase de contiendas? Eso ocurre, y en las iglesias siempre ha ocurrido, incluso Pablo amonestó a los Corintios por esta práctica. Pero algo importante es que debemos saber es el hecho de que estas cosas ocurran no quiere decir que sea la normalidad de la iglesia y que se pase como bueno.
Somos la Iglesia de Cristo, el cuerpo del Señor, y debemos comportarnos como tales. Uno de los mandamientos más importantes es: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo», y cuando tenemos contiendas en la iglesia, nos desviamos de este mandamiento.
Pablo dijo a la iglesia de Corintios:
Os ruego, pues, hermanos, por el nombre de nuestro Señor Jesucristo, que habléis todos una misma cosa, y que no haya entre vosotros divisiones, sino que estéis perfectamente unidos en una misma mente y en un mismo parecer.
1 Corintios 1:10
Pablo les ruega a los corintios a que no haya entre ellos divisiones, sino que estén unidos. Pablo sabía bien como fue el comienzo de la primera iglesia. La Biblia dice que ellos todos estaban «unánimes juntos». Ese era el modelo de la iglesia, y no era bueno destruirlo, por eso Pablo insistía en que ellos tenían que andar en unidad.
La iglesia no es un club social donde todo el mundo piensa de manera diferente. Y aunque es cierto que todos tenemos mente propia, debemos perseguir la mente de Cristo para al final todos estar enlazados bajo un mismo pensamiento, que es el de Cristo.
El apóstol comprendía que el enemigo siempre buscaría abrir brechas en medio del pueblo de Dios. Cuando surgen rivalidades, celos o malos entendidos, el propósito del diablo es debilitar la fe y dividir a los creyentes. Sin embargo, el plan de Dios es que seamos un cuerpo bien coordinado, donde cada miembro cumple una función especial y se apoya mutuamente para la edificación común. La unidad no significa ausencia de opiniones distintas, sino saber manejarlas con amor, respeto y humildad.
Por esta razón, Pablo pone como ejemplo la actitud de Cristo, quien siendo el Hijo de Dios, se humilló y se entregó por la humanidad. Él es nuestro modelo de servicio y sacrificio, y si realmente queremos seguirle, debemos aprender a poner los intereses de los demás por encima de los nuestros. Las contiendas se disipan cuando los creyentes deciden imitar a Cristo y no buscan su propia gloria, sino la edificación del cuerpo.
La unidad en la iglesia también es un poderoso testimonio para el mundo. Jesús mismo oró en Juan 17 para que sus discípulos fueran uno, de la misma manera que Él y el Padre son uno. Esto muestra que la armonía entre los creyentes no es solo un tema de convivencia interna, sino una herramienta evangelística, porque el mundo reconocerá a Cristo cuando vea que su pueblo vive en amor y respeto mutuo.
Cuando una congregación camina en unidad, se fortalece en la oración, crece en el conocimiento de la Palabra y avanza en la misión de predicar el evangelio. Por el contrario, cuando las divisiones toman lugar, la obra de Dios se detiene, las fuerzas se dispersan y el testimonio pierde credibilidad. Por eso es tan importante trabajar continuamente en la reconciliación, el perdón y el amor fraternal.
Cada creyente tiene la responsabilidad de cultivar un corazón pacificador. Jesús dijo: «Bienaventurados los pacificadores, porque ellos serán llamados hijos de Dios». Ser pacificador significa buscar soluciones, promover la armonía y no alimentar los conflictos. Es decidir callar cuando es necesario, perdonar de corazón y entender que en Cristo somos hermanos y no enemigos.
Conclusión
Las contiendas en la iglesia no son nuevas, pero tampoco deben convertirse en la norma. Somos llamados a la unidad, a reflejar el amor de Cristo y a vivir como un solo cuerpo en el que cada miembro se respeta y se cuida. La invitación de Pablo a los corintios es válida también para nosotros hoy: hablar una misma cosa, pensar de manera unida y trabajar con un mismo propósito. Solo así la iglesia puede ser un testimonio vivo del poder transformador del evangelio y un lugar donde reine la paz de Dios.