Posiblemente cada domingo en el sermón escuches palabras como: “Unción” “poder” “gloria” “proceso” “desierto” “santidad” “diezmo” “ofrendas”. También existe un gran grado de posibilidad que días como esos escuches muy poco palabras como: “Jesús” “evangelio” “Biblia” “Gracia” “Amor”. Si tu iglesia pertenece al segundo grupo, pues es un gozo saber eso.
El evangelio no es nada más que un mensaje que ha sido predicado luego de la muerte de Cristo, formado a partir de los doce apóstoles, este mensaje se resume en:
- Jesús siendo Dios se hizo hombre y habitó entre nosotros.
- Murió en la cruz por nuestros pecados para librarnos del mal.
- Resucitó al tercer día conforme a las Escrituras.
- Prometió que volverá.
¿Sabías que este es todo el mensaje del Evangelio resumido en 4 puntos? Y el gran problema se esconde en que se nos ha encomendado predicar esos cuatro puntos vitales. Dirás: ¿Por qué es un problema? Es un problema porque en nuestras congregaciones lo que se predica mayormente son las primeras palabras entre comillas que mencionamos al inicio de este artículo.
El evangelio, al ser tan claro y sencillo, no necesita adornos ni sustitutos. Su poder radica en que es la verdad absoluta que transforma vidas. A lo largo de la historia, cada vez que la iglesia se ha apartado de este mensaje, se ha debilitado, y cada vez que ha regresado a la centralidad de Cristo crucificado y resucitado, ha experimentado un despertar espiritual. El mensaje de la cruz no solo es necesario para los que no creen, sino también para nosotros que ya creemos, pues nos recuerda que nuestra fe no descansa en emociones pasajeras, sino en un acontecimiento real que cambió la eternidad.
Hay una fuerte declaración que hace el apóstol Pablo sobre el Evangelio:
Pues si anuncio el evangelio, no tengo por qué gloriarme; porque me es impuesta necesidad; y ¡ay de mí si no anunciare el evangelio!
1 Corintios 9:16
De este texto tenemos mucho que decir, podríamos sacar todo un sermón divido en varios puntos, pero solo tomaremos las dos frases finales: “Me es impuesta necesidad”, “Ay de mí si no anunciare el evangelio”.
Esto significa que predicar el evangelio no es una opción, sino una obligación. Pablo entendía que la salvación que había recibido lo comprometía a compartirla. No se trataba de un privilegio exclusivo, sino de una misión que debía cumplir. Ese mismo sentir debe estar presente en nosotros: la necesidad de hablar de Cristo debe quemar en nuestros corazones como un fuego que no se puede apagar.
No hay negociaciones sobre el evangelio, no hay mejor mensaje para sustituirlo, nos ha sido encomendado y si la iglesia no cumple su encomienda entonces se encuentra en serios problemas, puesto que es nuestro deber hacerlo y si no lo hacemos entonces tenemos que lamentarnos, porque hemos considerado que hay cosas más importantes que el Evangelio.
Hoy en día vemos cómo muchos buscan mensajes motivacionales, conferencias sobre éxito o enseñanzas centradas en lo material. Sin embargo, ninguna de esas cosas puede salvar el alma. Solo el evangelio es poder de Dios para salvación a todo aquel que cree. Esa es la diferencia entre un discurso humano y la Palabra de Dios: mientras lo humano entretiene o emociona, el evangelio transforma y da vida eterna.
Cierto cantante en una ocasión dijo:
Hay muchas personas que viven esperando un milagro, pero el milagro más grande lo hizo Jesús en la cruz hace más de dos mil años.
En la frase “¡ay de mí si no anunciare el evangelio!”, la expresión “ay de mí” es un sintagma interjectivo implica temor, dolor y lamento, pronunciado un juicio en este texto para todo aquel que utiliza el púlpito para predicar otra cosa que no sea el evangelio.
Cuando la iglesia calla el mensaje de la cruz y lo reemplaza por discursos humanos, está dejando de lado la única esperanza que el mundo tiene. Cada creyente debe ser consciente de que sus palabras, sus acciones y su testimonio son un reflejo de ese evangelio. El mundo necesita escuchar de Cristo, y nosotros hemos sido escogidos como instrumentos para llevar ese mensaje de vida.
La iglesia de hoy debe reaccionar y establecer la palabra “evangelio” en sus púlpitos, porque hoy parece ser como tesoro perdido en nuestros púlpitos.
Es tiempo de volver a lo esencial, de predicar a Cristo y este crucificado. No podemos conformarnos con sermones que entretienen, sino que debemos clamar por mensajes que transformen. El verdadero avivamiento llegará cuando la iglesia entienda que su mayor tesoro no es el dinero, la fama o la influencia, sino el evangelio eterno de Jesucristo. Que cada predicador, maestro y creyente recuerde que ha recibido la encomienda más grande de la historia: proclamar la salvación en Cristo. Y que, como Pablo, podamos decir con convicción: “Ay de mí si no anunciare el evangelio”.