Martín Lutero sostenía la idea de que Cristo aparecía a través de todas las Escrituras, desde Génesis hasta Apocalipsis. Yo afirmo esta idea, puesto que la persona de Cristo se hace notar en toda la Biblia. En el Antiguo Testamento podemos encontrar innumerables enseñanzas, figuras y profecías que apuntan directamente al Mesías. Desde la promesa hecha en Edén, pasando por los sacrificios del sistema levítico, hasta llegar a los profetas mayores y menores, todo señala al Hijo de Dios. Y en el Nuevo Testamento esa luz se manifiesta en plenitud. Para Dios, Cristo es la persona más importante; toda la creación, todo lo bello y lo hermoso ha sido sujeto bajo la potestad de Cristo Jesús, y hoy no podemos encontrar una personalidad más relevante que haya cruzado la línea de la historia humana.
¿Acaso no es verdad que muchos de los sermones que escuchamos en nuestros días no contienen a Cristo como el centro de todo? Este es uno de los grandes problemas que enfrenta la iglesia contemporánea: muchos predicadores se han desviado del mensaje central. Algunos buscan agradar a las multitudes con discursos motivacionales, otros elevan su propia figura, y no pocos han hecho del púlpito un escenario para hablar de prosperidad o autoayuda. Sin embargo, cuando un mensaje no exalta a Cristo, ese mensaje ha perdido su esencia, ha dejado de ser Evangelio.
¿No es acaso preocupante ver a hombres que suben a una plataforma, abren sus Biblias, pero luego pasan una hora entera sin mencionar a Cristo? Sus palabras pueden sonar elocuentes, pueden emocionar a las multitudes, pero carecen del poder transformador que solo tiene el Evangelio de Jesucristo. Y lo más triste es ver a multitudes responder con un “Amén”, aprobando mensajes vacíos que no alimentan el alma.
El apóstol Pablo siempre entendió que lo único verdaderamente relevante era anunciar a Cristo. Él mismo lo dejó claro en su carta a los corintios:
1 Cuando fui a vosotros, hermanos, proclamándoos el testimonio de Dios, no fui con superioridad de palabra o de sabiduría,
2 pues nada me propuse saber entre vosotros, excepto a Jesucristo, y éste crucificado.
1 Corintios 2:1-2
Pablo no buscaba impresionar con retórica, ni con filosofías humanas. Su único propósito era exaltar al Salvador. Y esto debería ser también el propósito de cada predicador fiel al Evangelio. Nosotros como iglesia hemos sido llamados a anunciar un mensaje: el Evangelio. Pero si no entendemos qué significa el Evangelio ni quién es su centro, corremos el riesgo de predicar un mensaje adulterado. La Biblia declara que el Evangelio son “buenas nuevas”, la noticia más gloriosa: Cristo se hizo hombre (Juan 1:1), vivió entre nosotros, murió en la cruz llevando nuestro pecado y resucitó al tercer día para darnos vida eterna. Esa es la buena noticia que el mundo necesita, y no debemos añadirle nada más.
Lo lamentable es que muchos terminan su sermón, después de una hora de hablar sin Cristo, con la frase: “¿Alguno desea recibir a Cristo?”. El problema no es la invitación en sí, sino que Cristo fue dejado para el final, cuando Él debería estar presente desde el principio hasta el fin. Como dijo un predicador: “Cristo no es la cereza que ponemos sobre un helado; o Él lo es todo, o no es nada en tu vida”.
La iglesia de hoy necesita volver a predicar a Cristo. Necesitamos menos discursos centrados en el hombre y más mensajes centrados en la cruz. No debemos temer que al predicar a Cristo seamos rechazados o que las multitudes se vayan. Al contrario, cuando Cristo es predicado, la Palabra cumple su propósito: confronta, transforma y salva.
Prediquemos a Cristo y solo a Cristo. Él es el único que puede dar vida al muerto espiritual, sanar el corazón herido y restaurar lo que el pecado ha destruido. No existe otro nombre bajo el cielo dado a los hombres en el cual podamos ser salvos (Hechos 4:12). No hay nada más grande que contarle al mundo que Jesús vino, murió y resucitó, y que un día volverá por su iglesia. Cristo es el principio y el fin, el Alfa y la Omega, y nuestro mensaje debe estar siempre centrado en Él.
Querido hermano, si predicas, predica a Cristo; si enseñas, enseña a Cristo; si cantas, canta a Cristo. Porque Él es el centro de todo y la única esperanza para este mundo.