Cierto escritor dijo una vez: «Así como el mundo está harto de mí, yo cada día estoy más cansado de las cosas del mundo». Amados hermanos, estas palabras reflejan una gran verdad para todo creyente: nosotros no pertenecemos a este mundo, sino que somos partícipes de cosas celestiales, de la gracia inmerecida de Dios, la cual hemos recibido a través de la muerte de su Hijo en la cruz. Jesús mismo nos prometió un gran galardón en los cielos, pero también nos advirtió que este camino estaría lleno de luchas, pruebas y dificultades. Él nos aseguró que seríamos aborrecidos por todos, y por eso debemos estar preparados para ser rechazados por causa de nuestro Salvador.
El mensaje de Jesús nunca fue un mensaje fácil ni complaciente. No buscó agradar al hombre ni adaptarse a las exigencias de la fama o el reconocimiento. Su mensaje fue directo, verdadero y transformador. Cristo nunca comprometió la verdad divina por ganar la aceptación de los hombres. Su vida fue de obediencia absoluta al Padre, y su mensaje siempre apuntaba a la gloria de Dios y al llamado al arrepentimiento.
Es fundamental entender esto: seguir a Cristo no es como entrar a un parque de entretenimiento para disfrutar únicamente de lo agradable. Ser cristiano significa entrar a un camino estrecho, de sacrificio, disciplina y entrega. Sin embargo, también debemos recordar que, aunque sea un camino difícil, está lleno de esperanza, pues tenemos la promesa de un galardón eterno. Aunque el mundo nos aborrezca y seamos perseguidos, tenemos un gozo que no se puede comparar, una paz que sobrepasa todo entendimiento. Esa paz no proviene de los hombres ni de las circunstancias, sino que la da Cristo, y permanece en medio de cualquier problema.
Jesús dijo:
Bienaventurados sois cuando por mi causa os vituperen y os persigan, y digan toda clase de mal contra vosotros, mintiendo.
Gozaos y alegraos, porque vuestro galardón es grande en los cielos; porque así persiguieron a los profetas que fueron antes de vosotros.
Mateo 5:11-12
Estas palabras deben estar grabadas en lo profundo de nuestros corazones. Cuando nos encontremos sufriendo por causa de Cristo, debemos detenernos a pensar: «Soy bienaventurado». El Señor nos recuerda que somos dichosos cuando el mundo habla mal de nosotros, cuando somos perseguidos injustamente, porque ese rechazo no es otra cosa que una señal de que estamos caminando en sus pasos. El sufrimiento por Cristo es un privilegio, no una desgracia.
Recordemos el testimonio de los apóstoles en el libro de los Hechos. Después de ser azotados por predicar en el nombre de Jesús, las Escrituras nos dicen que salieron gozosos, porque habían sido considerados dignos de padecer afrenta por causa del Señor. Ese ejemplo nos inspira hoy a entender que las pruebas, la oposición y los vituperios no son derrotas, sino victorias espirituales, porque nos identifican con nuestro Maestro.
Cuando el mundo nos persiga, no respondamos con odio ni con venganza. Más bien, tomemos la actitud que Cristo enseñó: amar a nuestros enemigos, bendecir a los que nos maldicen y orar por los que nos persiguen. De esta manera, no solo seremos bienaventurados, sino que también seremos testigos vivos de la gracia de Dios en medio de un mundo lleno de tinieblas.
Querido lector, gózate y alégrate aun en medio de la persecución. No mires las pruebas como un castigo, sino como una oportunidad para crecer en fe y acercarte más a Cristo. Recuerda que nuestro galardón no está en esta tierra, sino en el cielo, donde nos espera una herencia incorruptible, inmarcesible y eterna. Allí recibiremos la recompensa que no tiene comparación, y entonces veremos que todo sufrimiento valió la pena.
Sigamos firmes en la fe, confiados en que un día recibiremos de manos de nuestro Señor la corona de vida que Él ha prometido a los que le aman. No te desalientes por lo que digan los hombres, porque la última palabra la tiene Dios, y en Cristo siempre tendremos victoria. ¡A Él sea la gloria por los siglos de los siglos!