Dios, por su inmensa misericordia, nos ha llamado, y no solo nos ha llamado sino que también nos ha traído a sus caminos. Esto es motivo de gran gozo para cada creyente, pues antes estábamos perdidos en nuestros delitos y pecados, llevados por toda clase de inmoralidad y de placeres engañosos. Sin embargo, ese pecado que antes amábamos ahora lo aborrecemos. La pregunta es: ¿Por qué ocurre esto? La única razón es que Dios nos ha amado con un amor eterno, y ese amor produce en nosotros un cambio real: santidad. La santidad no proviene de nuestras fuerzas, sino del amor transformador de Cristo que nos aparta para Él.
En la Biblia encontramos diversas promesas para nosotros como pueblo de Dios, y es de suma importancia que las conozcamos, pues nos sostienen en la fe y nos recuerdan quiénes somos en Cristo. Entre todas esas promesas resalta una que está por encima de cualquier otra: la promesa de la vida eterna. Esta es la mayor esperanza que nos brindan las Escrituras, y es el sello divino que confirma que somos salvos del infierno y del poder del pecado.
El evangelio de Juan lo declara con absoluta claridad:
Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna.
Juan 3:16
Este versículo, conocido por muchos, nos recuerda que la vida eterna no es producto de nuestras obras ni de nuestro mérito, sino del amor inmenso de Dios manifestado en el sacrificio de su Hijo Jesús. Al creer en Él, pasamos de muerte a vida, y nuestra condenación es removida para siempre.
Ahora bien, aquí surge una pregunta esencial: ¿qué ocurre si decimos que creemos en la vida eterna, pero vivimos como si esta promesa no existiera? Eso sería un error grave. El llamado del cristiano no es simplemente aceptar la promesa de la eternidad, sino vivir cada día en función de ella. La vida eterna comienza ahora mismo, en el momento en que aceptamos a Cristo como Señor y Salvador, no solamente cuando lleguemos al cielo. Por lo tanto, debemos vivir con una mentalidad eterna, priorizando lo celestial por encima de lo terrenal.
Muchas veces nos dejamos absorber por distracciones que consumen nuestro tiempo y nuestro corazón: el entretenimiento sin propósito, las telenovelas, los videojuegos, las redes sociales, las películas, y tantas otras cosas que en sí mismas no son eternas. No se trata de que todo eso sea necesariamente malo, pero cuando desplaza nuestra relación con Dios, se convierte en un obstáculo que enfría nuestra fe y desvía nuestra mirada de lo más importante.
La Palabra nos recuerda que la vida eterna es ya una realidad presente para el creyente:
De cierto, de cierto os digo: El que cree en mí, tiene vida eterna.
Juan 6:47
Jesús no dijo: “tendrá vida eterna” en un futuro lejano, sino que afirmó: “tiene vida eterna”. Esto significa que desde el momento en que depositamos nuestra fe en Él, la vida eterna comienza a fluir en nosotros. La eternidad no empieza en el cielo, sino aquí en la tierra, cuando somos regenerados y hechos nuevas criaturas en Cristo Jesús. Vivir para la eternidad implica que nuestras decisiones, pensamientos y acciones estén orientadas hacia lo que agrada a Dios.
Por eso, debemos pedirle constantemente al Señor que nos enseñe a ser más como Él, que nos moldee y transforme día tras día. Este camino no se recorre en nuestras propias fuerzas, sino apoyados en la gracia y en el poder del Espíritu Santo. El creyente que vive para la eternidad sabe que cada día cuenta, que no hay tiempo que perder en lo vano, y que su mayor tesoro no está en esta tierra, sino en los cielos, donde Cristo lo espera.
Amados hermanos, vivamos con los ojos puestos en la eternidad. No desperdiciemos los días en cosas que no edifican. Recordemos que la salvación no es solamente una promesa futura, sino una realidad presente que nos impulsa a caminar en santidad y en obediencia. Y tengamos siempre en el corazón esta verdad: la vida eterna no depende de nosotros, sino del amor inmenso de Dios que en Cristo Jesús nos ha hecho partícipes de su gloria eterna.