En el capítulo 58 del libro de Isaías encontramos una de las lecciones más claras y profundas acerca del verdadero ayuno. El pueblo de Israel pensaba que estaba agradando a Dios con sus prácticas religiosas, pero en realidad sus corazones estaban lejos de Él. Ayunaban pidiendo justicia, esperando bendiciones y creyéndose merecedores de la aprobación divina, pero sus vidas estaban marcadas por la idolatría, la desobediencia y la falta de amor hacia el prójimo. El Señor nos libre de caer en el mismo error: aparentar estar bien espiritualmente cuando en el fondo sabemos que necesitamos urgentemente volvernos a Dios con un corazón sincero.
La Biblia nos dice sobre este tema:
3 ¿Por qué, dicen, ayunamos, y no hiciste caso; humillamos nuestras almas, y no te diste por entendido? He aquí que en el día de vuestro ayuno buscáis vuestro propio gusto, y oprimís a todos vuestros trabajadores.
4 He aquí que para contiendas y debates ayunáis y para herir con el puño inicuamente; no ayunéis como hoy, para que vuestra voz sea oída en lo alto.
5 ¿Es tal el ayuno que yo escogí, que de día aflija el hombre su alma, que incline su cabeza como junco, y haga cama de cilicio y de ceniza? ¿Llamaréis esto ayuno, y día agradable a Jehová?
Isaías 58:3-5
Este pasaje nos muestra que el pueblo estaba equivocado en su enfoque. Creían que con solo abstenerse de comida o mostrar señales externas de tristeza podían ganar la aprobación de Dios. Sin embargo, el Señor les dice que sus ayunos estaban contaminados porque en lugar de reflejar humildad, los llevaban a la arrogancia, a la opresión y a la injusticia. De nada sirve abstenerse de alimentos si al mismo tiempo se oprime al prójimo, se guarda rencor o se actúa con violencia. El ayuno verdadero no es una práctica vacía, sino una expresión de obediencia y consagración a Dios.
Muchas veces nos sentimos de la misma manera: sacrificándonos, orando y ayunando, pero sin ver respuesta a nuestras plegarias. Y lo que debemos recordar es que el punto no está en el sacrificio físico en sí mismo, sino en el corazón que lo acompaña. Dios no se complace en rituales vacíos, sino en vidas que buscan agradarle sinceramente, en corazones dispuestos a obedecerle y apartarse de aquello que no le honra.
Esto nos lleva a una reflexión clave: ¿para qué ayunamos? ¿Lo hacemos para demostrar espiritualidad delante de otros, o lo hacemos porque realmente anhelamos acercarnos a Dios y fortalecer nuestra comunión con Él? El ayuno nunca debe ser usado como una plataforma de orgullo espiritual o como un medio para exigirle a Dios que actúe de acuerdo a nuestros deseos. El verdadero propósito del ayuno es apartar tiempo para buscar intensamente al Señor, reconocer nuestra dependencia de Él y abrir nuestro corazón a su voluntad.
Jesús mismo nos enseñó en el sermón del monte que cuando ayunemos no debemos hacerlo para ser vistos por los hombres, sino en secreto, delante de nuestro Padre que ve lo oculto y recompensa en público. El ayuno, entonces, es un acto de intimidad con Dios, un espacio donde nos despojamos de lo terrenal para enfocarnos en lo eterno. Es un recordatorio de que no solo vivimos de pan, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios.
El ayuno verdadero también nos lleva a la humildad. No se trata de sentirnos superiores por hacerlo, sino de reconocer que sin Dios no somos nada. Nos ayuda a quebrantar el orgullo, a disciplinar nuestra carne y a sensibilizarnos al Espíritu Santo. Nos recuerda que debemos vivir con justicia, mostrar misericordia, ayudar al necesitado y actuar con integridad en todo lo que hacemos.
Querido hermano, si ayunas, hazlo con un corazón sincero. Que tu ayuno sea un tiempo para escuchar la voz de Dios, para pedir perdón por tus pecados, para clamar por la necesidad de los demás y para fortalecer tu fe. El verdadero ayuno no se mide por la cantidad de horas sin comer, sino por el fruto que produce en tu vida: un corazón transformado, una mayor dependencia del Señor y un amor genuino hacia tu prójimo. Ese es el ayuno que agrada a Dios.