La Biblia nos enseña muchísimas veces sobre el amor al prójimo y es bueno que tengamos pleno conocimiento sobre ello. Hoy vivimos en una sociedad muy difícil, personas con mucha malicia, gente que solamente piensan en ellos mismos y en nadie más. Pero, ¿nosotros como cristianos, debemos ser iguales? Absolutamente no. Para nosotros hay un camino totalmente diferente al de aquellos que actúan con egoísmo, pues debemos mostrar el amor de Cristo aun con aquellos que se consideran nuestros enemigos.
El amor al prójimo no es un consejo opcional ni una sugerencia pasajera, sino un mandato claro del Señor. Jesús mismo dijo que toda la ley se resume en amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos. En un mundo donde la indiferencia, el odio y la violencia parecen multiplicarse, los cristianos estamos llamados a marcar la diferencia con un amor genuino, sincero y que no hace distinción de personas. Amar a quienes nos aman es sencillo, pero el verdadero reto y el verdadero testimonio de la fe cristiana es amar a quienes no nos aman, a los que nos hieren y aún a quienes nos persiguen.
17 No paguéis a nadie mal por mal; procurad lo bueno delante de todos los hombres.
18 Si es posible, en cuanto dependa de vosotros, estad en paz con todos los hombres.
19 No os venguéis vosotros mismos, amados míos, sino dejad lugar a la ira de Dios; porque escrito está: Mía es la venganza, yo pagaré, dice el Señor.
Romanos 12:17-19
El apóstol Pablo exhorta en estos versos a los creyentes de Roma acerca de los deberes cristianos. El mundo enseña a responder con violencia o a devolver el mal con más mal, pero el evangelio de Cristo nos muestra un camino superior: vencer el mal con el bien. El creyente no busca venganza, no guarda rencor, sino que confía en la justicia de Dios. Amar al prójimo es reconocer que Dios es quien tiene la última palabra y que nuestro deber es reflejar a Cristo en todas nuestras acciones.
Es cierto que esta enseñanza no es fácil de poner en práctica. Nuestra carne desea responder al insulto con insulto, al desprecio con desprecio, a la ofensa con otra ofensa. Sin embargo, el Espíritu Santo obra en nosotros para transformar nuestro corazón, hasta que Cristo sea plenamente formado en nosotros. El amor al prójimo, incluso al enemigo, es una evidencia de que realmente hemos nacido de nuevo. La carne quiere venganza, pero el Espíritu nos impulsa a mostrar misericordia y a buscar la paz con todos, tal como enseña el apóstol Pablo.
La historia de la iglesia está marcada por persecuciones. Desde los primeros siglos los cristianos fueron objeto de burlas, encarcelamientos y hasta martirios. Sin embargo, su testimonio más fuerte no fue devolver odio a quienes los odiaban, sino permanecer firmes en la fe, perdonando y orando por sus perseguidores. Esa actitud transformó el corazón de muchos que, al ver un amor tan incondicional, se convirtieron al Señor.
Hoy en día, aunque quizás no enfrentemos la misma persecución física, seguimos teniendo la responsabilidad de ser diferentes en un mundo lleno de egoísmo y orgullo. Amar a nuestro prójimo puede expresarse de muchas maneras: perdonando a quien nos ofendió, ayudando al necesitado sin esperar nada a cambio, orando por aquellos que nos critican o incluso tendiendo la mano a quienes en algún momento nos hirieron. Cada acto de amor refleja la luz de Cristo en un mundo de tinieblas.
Jesús dijo en Mateo 22 que el primer mandamiento es amar a Dios con todo nuestro corazón, alma y mente, y el segundo semejante a este es amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos. En otras palabras, el cristianismo auténtico se resume en el amor. No un amor superficial o emocional, sino un amor que busca el bienestar del otro, que sacrifica y que muestra la compasión del Señor.
Amados hermanos, recordemos que amar a nuestro prójimo no es una opción, es parte esencial de nuestra fe. Si decimos que amamos a Dios, pero no amamos a nuestro hermano, estamos cayendo en hipocresía. El amor al prójimo es el reflejo visible del amor invisible que profesamos a Dios. Que podamos ser conocidos, no por nuestras palabras solamente, sino por nuestras acciones llenas de amor, misericordia y compasión. Así el mundo sabrá que somos discípulos de Cristo.