La gloria de Dios y la honra del hombre

Si comenzamos a leer el capítulo 8 del libro de los Salmos nos encontraremos con David alabando y glorificando a Dios por todas sus maravillas. El salmista contempla la creación y reconoce que todo lo que existe en la tierra, los peces del mar, las estrellas del cielo y todo lo que hay a nuestro alrededor, es obra del Creador. Este salmo es una exaltación al poder de Dios, un recordatorio de que el universo no es fruto del azar, sino del diseño perfecto de un Dios todopoderoso que con sus manos formó todas las cosas.

Cuando veo tus cielos, obra de tus dedos,
La luna y las estrellas que tú formaste,

Salmos 8:3

David, al contemplar los cielos, la tierra, los árboles que se mecen con el viento, las aves en su vuelo y las bestias del campo, se pregunta cómo puede alguien afirmar que no existe un Dios. La creación misma testifica de la existencia del Señor. Aun así, muchos cierran sus ojos a la evidencia, prefiriendo creer que todo salió de la nada. Pero la naturaleza, con su orden y belleza, nos habla constantemente del Creador.

Solo hay uno que es el autor de todo: Dios. Todo lo que vemos fue hecho por Él, y no por accidente. Él sostiene el universo con el poder de su palabra. El salmista, consciente de esta verdad, exalta con gozo el nombre de Dios, proclamando que toda gloria y honra pertenecen únicamente a Él. La adoración de David nos invita a reflexionar en nuestra propia vida: ¿le estamos dando a Dios la gloria por lo que somos y por lo que tenemos?

Digo: ¿Qué es el hombre, para que tengas de él memoria,
Y el hijo del hombre, para que lo visites?

Salmos 8:4

Este versículo nos muestra una profunda verdad: el ser humano, comparado con la grandeza del universo, es frágil y pequeño, y sin embargo Dios piensa en él. Es un acto de gracia que el Señor nos visite, que tenga cuidado de nosotros y que se acerque a nuestra condición. No es por mérito propio, sino por su misericordia. Esto nos enseña que la gloria no nos pertenece, sino a Dios, quien no la comparte con nadie, pero sí la refleja en la creación y en la dignidad que otorga a sus hijos.

Sin embargo, Dios honra al hombre de una manera sorprendente. Aunque somos polvo y limitación, Él nos ha dado valor y propósito. La verdadera honra viene cuando reconocemos su grandeza y vivimos bajo su voluntad. El amor de Dios es tan inmenso que, a pesar de nuestra pequeñez, nos colma de bendiciones y nos permite experimentar su presencia. El ser humano tiene dignidad no por lo que hace, sino por lo que Dios ha hecho en él.

Le has hecho poco menor que los ángeles,
Y lo coronaste de gloria y de honra.

Salmos 8:5

El salmista reconoce que Dios, en su infinita bondad, elevó al hombre y lo coronó de gloria y honra. Esto no significa que el ser humano sea autosuficiente, sino que fue creado con un propósito especial. Fuimos diseñados para gobernar la creación bajo la autoridad de Dios y para reflejar su imagen. El hombre, aunque limitado, tiene un lugar especial en el plan divino.

Recordemos que David, antes de ser rey, fue un pastor de ovejas. Desde los campos, cuidando el rebaño, aprendió a contemplar la grandeza de Dios en la creación. Nunca imaginó que sería escogido por el Señor para gobernar a Israel. Y es precisamente en esa humildad donde entendemos mejor el mensaje del Salmo 8: todo lo que existe refleja la gloria de Dios y su cuidado por nosotros. La grandeza no está en el hombre, sino en aquel que lo creó y lo llamó.

Este salmo nos invita a adorar, a reconocer la obra de Dios en la naturaleza y en nuestra propia vida. Nos recuerda que aunque somos pequeños frente al universo, tenemos un valor incalculable ante los ojos del Señor. Vivamos cada día agradecidos, reconociendo que todo lo que tenemos proviene de Dios y que solo Él merece la gloria por los siglos de los siglos.

Dios no dejará para siempre caído al justo
Nadie te ama como Cristo