No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos

Hoy en día tenemos muchas personas diciéndole «Señor» a Jesucristo. Escuchamos a figuras públicas, celebridades e incluso a personas que ocupan espacios en los medios de comunicación referirse a Jesús como el Señor. Sin embargo, lo irónico y doloroso es que gran parte de ellos no han experimentado una verdadera transformación en su vida. Sus acciones, actitudes y decisiones siguen reflejando una vida bajo la maldición del pecado, lo que demuestra que no basta con un simple reconocimiento verbal. El verdadero señorío de Cristo en nuestras vidas se evidencia a través de un cambio profundo en nuestro corazón y en nuestra conducta diaria.

También vemos otro grupo de personas que incluso se atreven a predicar en los púlpitos, pero no lo hacen con el objetivo de exaltar el nombre de Cristo, sino para engrandecer su propia imagen, buscando reconocimiento, aplausos o fama. Esta actitud revela un corazón centrado en sí mismo y no en el Señor, lo cual es contrario a la esencia misma del evangelio. El cristianismo genuino no consiste en usar el nombre de Cristo como un medio para alcanzar éxito personal, sino en vivir bajo su voluntad y sujeción a la Palabra de Dios.

La Biblia nos advierte con mucha claridad sobre esta situación. Jesús mismo, en uno de los pasajes más confrontativos del evangelio, expresó las consecuencias de una fe meramente superficial:

21 No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos.
22 Muchos me dirán en aquel día: Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre echamos fuera demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros?
23 Y entonces les declararé: Nunca os conocí; apartaos de mí, hacedores de maldad.
Mateo 7:21-23

Este pasaje nos recuerda que no se trata de cuánto proclamemos con nuestros labios, sino de cuán sinceramente obedecemos a Dios. Jesús deja claro que habrá personas que incluso hicieron obras religiosas, milagros o ministerios visibles, pero que nunca tuvieron una relación real con Él. La verdadera medida no está en lo que aparentamos frente a los demás, sino en lo que somos delante de Dios en secreto.

Una cosa es decir con nuestras palabras que Cristo es nuestro Señor, y otra muy distinta es hacer la voluntad de aquel a quien llamamos Señor. Jesús mismo cuestionó esta incoherencia en Lucas 6:46: “¿Y por qué me llamáis: Señor, Señor, y no hacéis lo que yo digo?”. Aquí vemos que la verdadera evidencia de un corazón rendido a Cristo no es la confesión verbal, sino la obediencia práctica. Un cristiano genuino se distingue por vivir conforme a los mandamientos del Señor, aunque cueste, aunque implique negarse a sí mismo y aunque signifique ir en contra de las corrientes de este mundo.

En aquel gran día de juicio, muchos que tuvieron ministerios exitosos a los ojos del mundo, que llenaron escenarios, que fueron reconocidos como líderes o que incluso tuvieron fama internacional, se presentarán delante de Cristo enumerando todas las obras que hicieron en su nombre. Sin embargo, lo más impactante será escuchar la respuesta del Maestro: “¡Apartaos de mí, nunca os conocí, hacedores de maldad!”. Es una advertencia seria para no conformarnos con la apariencia externa de religiosidad, sino buscar una relación genuina y obediente con Jesús.

Por lo tanto, nuestro llamado es a procurar ser verdaderamente conocidos por Cristo. No se trata de cuántas veces levantamos las manos en una congregación, cuántos versículos citamos en público o cuántos ministerios llevamos en nuestro currículum, sino de si realmente permanecemos en su Palabra y hacemos la voluntad de Dios en nuestra vida diaria. Jesús conoce a los suyos no por sus palabras huecas, sino por su obediencia fiel.

Amados hermanos, esforcémonos en vivir una fe auténtica. Permanezcamos en Cristo, guardemos sus mandamientos y caminemos en santidad, de manera que, en aquel día, podamos escuchar de sus labios las palabras más anheladas: “Bien, buen siervo y fiel, entra en el gozo de tu Señor”. Esa debe ser nuestra meta y nuestro mayor anhelo.

No temáis a los que matan el cuerpo
No te enojes contra tu hermano