Cómo crecer para salvación

Lo primero es que la única forma de obtener la salvación es a través de la muerte de Cristo en la cruz, no existe otra forma, no es algo que podemos obtener por nosotros mismos o por nuestras buenas obras. La única obra que ha podido satisfacer la voluntad divina de Dios es la muerte o la obra concluida de Cristo en la cruz, esa sangre que nos dio salvación y vida eterna. El único que nos puede salvar es Dios, así que, tratar de salvarnos por nuestras propias fuerzas es un intento que fallará siempre.

La Biblia es clara en mostrar que ninguna persona puede justificarse delante de Dios por medio de obras o méritos propios. A lo largo de la historia humana, el hombre ha intentado alcanzar a Dios a través de rituales, sacrificios o esfuerzos personales, pero todos esos intentos han fracasado. La justicia perfecta de Dios exige un sacrificio perfecto, y solo Cristo, como el Cordero sin mancha, pudo ofrecer esa entrega total. Por eso, el mensaje central del evangelio no es lo que nosotros hacemos, sino lo que Cristo ya hizo en la cruz del Calvario.

Ya sabemos que la salvación no se puede obtener de forma humana, sino que es una intervención divina, pero también debemos entender que no somos cristianos para quedarnos sentados o haciendo lo que nos parezca, tenemos que accionar, aunque las obras no nos salven, debemos entender que un cristiano salvo hará buenas obras, se comportará como tal, vivirá como tal.

El apóstol Pablo enseñó que somos salvos por gracia mediante la fe, y esto no de nosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe. Sin embargo, inmediatamente agrega que somos creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas. Esto significa que aunque las obras no son la raíz de la salvación, sí son el fruto visible de una fe verdadera. El cristiano que ha experimentado la gracia de Dios no puede permanecer indiferente, su vida cambia, sus prioridades cambian, y su manera de hablar, de pensar y de actuar reflejan la nueva naturaleza que ha recibido en Cristo.

Desechando, pues, toda malicia, todo engaño, hipocresía, envidias, y todas las detracciones,

2 desead, como niños recién nacidos, la leche espiritual no adulterada, para que por ella crezcáis para salvación,

3 si es que habéis gustado la benignidad del Señor.

1 Pedro 2:2-3

Debemos desear como niños la Palabra de Dios. Si eres realmente cristiano, lo que más debes desear en tu vida es la Palabra de Dios, desearla así como un niño desea tomar leche, porque esta Palabra es la que nos hace crecer en este camino, la que nos hace crecer para ser verdaderos cristianos, pues, es la única forma de conocer al único Dios verdadero.

Así como un bebé necesita alimentarse constantemente para desarrollarse, el creyente necesita alimentarse espiritualmente de la Escritura. La lectura diaria de la Biblia, la meditación en sus verdades y la obediencia a sus mandamientos son esenciales para la madurez cristiana. No basta con escuchar de Dios de manera superficial; se requiere un hambre genuina por aprender más de su carácter, de su voluntad y de sus promesas. Esta hambre espiritual es una señal de que realmente hemos gustado la benignidad del Señor y que hemos experimentado su gracia transformadora.

Además, el crecimiento espiritual no se da de la noche a la mañana. Es un proceso constante en el que Dios moldea nuestro carácter, nos disciplina con amor y nos enseña a depender de Él en todas las circunstancias. El cristiano que ama la Palabra aprenderá a dejar atrás hábitos dañinos, actitudes carnales y todo aquello que estorba la comunión con Dios. Por eso Pedro nos exhorta a desechar la malicia, el engaño y la hipocresía, porque un corazón limpio es terreno fértil para la semilla de la Palabra.

Sigamos creciendo para salvación en este camino y recordemos que no hay nada más importante que nuestro Dios, que Él derramó su preciosa sangre por nosotros en la cruz y no existe nada con lo que le podamos pagar, solo nos resta vivir una vida sometidos a Él y su Palabra.

Una vida sometida a Dios no es una vida sin pruebas o dificultades, pero sí es una vida con propósito. El creyente que entiende lo que Cristo hizo en la cruz reconoce que todo lo que posee, incluso su propia vida, le pertenece a Dios. Esto lo lleva a servir con humildad, a amar al prójimo, a perdonar, a compartir el evangelio y a caminar en santidad. Cada día es una oportunidad para mostrar con hechos que somos hijos de Dios, no para ganar su favor, sino como una respuesta agradecida al favor que ya hemos recibido.

Finalmente, la salvación que hemos recibido nos impulsa a vivir con esperanza. Sabemos que la obra de Cristo no solo nos libra de la condenación eterna, sino que también nos da seguridad de una vida futura junto a Él. Esa esperanza debe llenar de gozo nuestro corazón y animarnos a perseverar en la fe. Que podamos, cada día, recordar el sacrificio perfecto de Cristo y vivir a la altura de tan grande amor, reconociendo que todo lo que somos y tenemos es por su gracia. No hay mayor motivación para vivir en obediencia que contemplar la cruz y saber que allí fuimos redimidos con un precio incalculable.

¿De qué sirve ganar todo el mundo si pierdes tu alma?
No solo de pan vivirá el hombre