Nunca dudemos del gran amor que Cristo nos tiene, pues este no se demuestra con palabras vacías, sino con hechos concretos y eternos. Se manifestó con cada gota de sangre que descendía de su cuerpo en la cruz, con los clavos que atravesaron sus manos, con la lanza que perforó su costado, con los insultos y desprecios hacia su persona, con cada bofetada que recibió y con el abandono de un trono poderoso y de riquezas celestiales para venir a esta tierra marcada por el pecado. Todo esto lo hizo para salvarnos, para redimirnos y mostrarnos un amor que sobrepasa todo entendimiento.
Hay un himno que expresa parte de este amor y dice: «Oh qué amor, inmenso amor, inagotable, que no tiene fin, que aun sufriendo y agotado, despreciado y al morir, rescataste multitudes y a mí». Estas palabras son un intento humano de describir lo indescriptible, porque el amor de Cristo no tiene medida. Su amor no es condicionado, no depende de lo que nosotros hagamos o dejemos de hacer, sino que fluye de su misma naturaleza. En la cruz, Cristo nos libró de la muerte eterna y del poder del pecado, y ese es el mayor regalo que se nos ha entregado en toda la historia de la humanidad.
Muchas personas en la actualidad viven esperando un milagro del cielo. Desean sanidades, provisiones, soluciones rápidas a sus problemas, y aunque pedir estas cosas no está mal, debemos recordar que el milagro más grande ya fue realizado hace más de dos mil años cuando Cristo entregó su vida por los pecadores. En ese acto único y supremo de amor se nos abrió la puerta a la vida eterna, y ninguna bendición terrenal se compara con el regalo de la salvación.
Cristo, en su infinita bondad, quiso dejar palabras de consuelo para sus discípulos y también para nosotros. Él sabía que vendrían tiempos de tribulación y que sus seguidores enfrentarían dudas y temores, por eso les dijo:
1 No se turbe vuestro corazón; creéis en Dios, creed también en mí.
2 En la casa de mi Padre muchas moradas hay; si así no fuera, yo os lo hubiera dicho; voy, pues, a preparar lugar para vosotros.
3 Y si me fuere y os preparare lugar, vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis.
Juan 14:1-3
Estas palabras son una garantía de amor y de fidelidad. Cristo nos asegura que nuestra fe no es en vano, que nuestra esperanza no está puesta en algo pasajero, sino en una promesa eterna. Él mismo ha ido a preparar lugar para nosotros, y no se trata de cualquier lugar, sino del mejor lugar, la morada celestial en la presencia de Dios. La vida cristiana no termina en la cruz, sino que nos proyecta hacia la gloria eterna.
El amor de Cristo no solo se demostró en el pasado en el Calvario, sino que también se manifiesta en el presente. Cada día somos sostenidos por su gracia, cada mañana experimentamos su misericordia renovada, y cada instante vivimos bajo su cuidado. Y lo mejor de todo es que tenemos la certeza de que en el futuro veremos su rostro y estaremos con Él por toda la eternidad. Esta es la esperanza que nos da fuerza para seguir adelante, incluso en medio de las dificultades.
Por eso, demos gloria día tras día a nuestro glorioso Salvador por hacernos partícipes de su inmerecida gracia. Recordemos siempre sus palabras: «No se turbe vuestro corazón; creéis en Dios, creed también en mí». No importa cuán oscura parezca la noche, el amor de Cristo es más fuerte que cualquier sombra. Aferrémonos a esta promesa y vivamos agradecidos, seguros de que nada ni nadie podrá separarnos del amor de Dios que es en Cristo Jesús Señor nuestro.