Es cierto que muchas veces vivimos bajo la sombra del Antiguo Testamento. Allí vemos un grupo de leyes que cumplir, un sistema en el que las personas eran juzgadas por cada acción, y donde el énfasis estaba en la justicia estricta. Sin embargo, al llegar al Nuevo Testamento encontramos un panorama diferente: un desborde de misericordia, gracia y amor revelado en la persona de Jesucristo. El Nuevo Testamento nos presenta a la iglesia como una comunidad de creyentes unidos por un amor fraternal genuino, un amor que sobrepasa las diferencias y las ofensas. Si nuestras congregaciones hoy no expresan ese amor, entonces no están comunicando al mundo la verdadera esencia de la comunidad bíblica que debe reflejar el carácter de Jesús.
El Antiguo Testamento contiene expresiones en la ley de Moisés como: «Ojo por ojo, diente por diente». Esa era la medida de justicia que se aplicaba en ese tiempo. En cambio, el Nuevo Testamento, a través de Cristo, nos llama a amar incluso a nuestros enemigos. Jesús nos muestra que el amor va mucho más allá de la justicia humana; nos lleva a la gracia, a extender perdón donde no lo merecen y a demostrar compasión en lugar de venganza. No obstante, una parte de la iglesia contemporánea parece inclinarse todavía hacia el «ojo por ojo», prefiriendo juzgar al hermano, criticarlo o incluso pisotearlo cuando cae, en lugar de levantarlo con misericordia.
Leemos la Biblia con frecuencia, pero muchas veces seleccionamos solo aquello que nos conviene. Jesús, en una ocasión, habló con claridad sobre lo que realmente marca la diferencia en sus seguidores:
Un mandamiento nuevo os doy: que os améis los unos a los otros; que como yo os he amado, así también os améis los unos a los otros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor los unos a los otros.
Juan 13:34-35
En primer lugar, Jesús declara que nos da un mandamiento nuevo, lo cual reemplaza las antiguas expresiones de represalia. En segundo lugar, nos ordena amarnos los unos a los otros, lo que implica perdonarnos mutuamente, servirnos, alentarnos y edificarnos en la fe. En tercer lugar, Cristo eleva la medida del amor al nivel más alto posible: amar como Él nos amó. Ese amor no es superficial, no es condicional, no depende de simpatías ni de conveniencias. Es un amor sacrificial, dispuesto a darlo todo por el bien del otro.
Cristo mismo nos dio el ejemplo al amar a la iglesia hasta entregar su vida por ella. Por eso Juan también escribe en el capítulo 15:13: «Nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos». El verdadero amor dentro de la iglesia se expresa en su máxima expresión cuando estamos dispuestos a dar incluso nuestra vida por nuestros hermanos. Ese amor va más allá de palabras bonitas; es un amor que se traduce en hechos concretos de entrega y sacrificio.
Finalmente, Jesús añade: «En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor los unos a los otros». Nótese que no dice que el mundo nos reconocerá como discípulos por ser famosos, por hablar de manera elocuente, por tener conocimientos filosóficos o por ser críticos implacables. El sello que nos identifica como seguidores de Cristo es el amor. El mundo debe ver en nosotros una diferencia clara, una luz que brilla en medio de la oscuridad, un amor que no se encuentra en ninguna otra parte porque proviene directamente de Dios.
Como iglesia todavía nos falta mucho por aprender y practicar. Hemos sido llamados a ser una comunidad donde el amor mutuo sea la norma, no la excepción. Debemos recordar que Cristo nos dejó un mandamiento nuevo, uno que resume la esencia de la vida cristiana: «Que nos amemos los unos a los otros, así como Él nos amó». Si vivimos de esta manera, el mundo no podrá negar que somos discípulos de Jesús, porque verán en nosotros reflejado el amor que transformó la historia en la cruz.