Nuestra mejor alabanza

Hoy en día existe un gran problema en cuanto al tema de la adoración a Dios: confundimos cuál es la verdadera adoración. Muchos creen que adorar se trata únicamente de cantar fuerte, levantar las manos o emocionarse en un servicio, pero la Biblia enseña que la verdadera adoración va mucho más allá de expresiones externas. El mismo Dios tuvo este problema con el pueblo de Israel, y por eso les dijo: “Ustedes con sus labios me honran, pero su corazón está lejos de mí”. Estas palabras nos hacen reflexionar y preguntarnos: ¿cómo es posible honrar a Dios con los labios y no con el corazón?

La adoración es un tema central en la relación entre Dios y su pueblo. Desde el Antiguo Testamento vemos a Israel ofreciendo sacrificios, fiestas solemnes y cánticos, pero en muchas ocasiones el Señor les reprochaba que esas prácticas eran vacías, pues no iban acompañadas de un corazón rendido. Lo mismo puede ocurrirnos hoy: podemos estar físicamente en una iglesia, cantar canciones y pronunciar palabras hermosas, pero si nuestro corazón no está alineado con la voluntad de Dios, esa adoración no es genuina.

Esta reflexión estará basada en el libro de Juan capítulo 4, versículo 23, donde Jesús dice:

“Más la hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque también el Padre tales adoradores busca que le adoren”.

Este verso forma parte de la conversación de Jesús con la mujer samaritana. Los judíos y los samaritanos discutían sobre el lugar correcto de adoración: los judíos decían que era en Jerusalén, mientras que los samaritanos afirmaban que era en el monte Gerizim. Sin embargo, Jesús rompe esas barreras y enseña que lo importante no es el lugar, sino la actitud del corazón. Él revela que la verdadera adoración no depende de un sitio físico, sino de una disposición espiritual genuina.

Con estas palabras, el Señor anticipa la nueva realidad después de su muerte y resurrección: todos los que creen en Él serían hechos vivos espiritualmente y podrían adorar al Padre en cualquier lugar, porque la adoración no está limitada a templos o rituales. Jesús le estaba diciendo a aquella mujer —y nos dice también a nosotros— que lo único que bastará será adorar en espíritu y en verdad.

Querido amigo, Jesús se está refiriendo a nosotros. Somos aquellos a quienes el Padre ha llamado para ser verdaderos adoradores. No es una invitación opcional, es un llamado divino. Y como adoradores debemos conocer los principios de la verdadera adoración. Adorar no es simplemente levantar las manos o repetir palabras; es rendir todo nuestro ser a Dios. El pueblo de Israel se conformaba con expresiones externas, pero Dios deseaba un corazón contrito y humillado. Lo mismo espera de nosotros hoy.

Un verdadero adorador es aquel que ofrece su cuerpo en sacrificio vivo, santo y agradable a Dios, como dice Romanos 12:1. La adoración genuina no se limita al domingo en la iglesia, sino que abarca toda nuestra vida: cómo trabajamos, cómo hablamos, cómo tratamos a los demás. Cuando nuestros pensamientos, palabras y acciones reflejan obediencia al Señor, estamos adorando en espíritu y en verdad.

La verdadera adoración comienza en el corazón. Primero nace en lo íntimo, en una relación personal con Dios, y luego se refleja en lo exterior. Cuando el corazón está lleno de gratitud, humildad y reverencia, nuestras expresiones de alabanza serán sinceras y agradables al Señor. Pero si el corazón está lejos, por más bellas que sean nuestras canciones o gestos, carecerán de valor delante de Dios.

Además, la adoración en verdad implica conocer a quién adoramos. No se trata de un simple sentimiento, sino de una adoración fundamentada en la Palabra de Dios. Jesús declaró: “Santifícalos en tu verdad; tu palabra es verdad” (Juan 17:17). Cuando adoramos en verdad, lo hacemos basados en lo que Dios ha revelado en las Escrituras y no en lo que dicta la cultura o nuestras emociones.

Para concluir, recordemos que el Padre mismo es quien nos busca como adoradores. Él desea una adoración pura, sincera y constante. No se trata de un acto aislado, sino de un estilo de vida. Por lo tanto, adoremos al Padre en espíritu y en verdad en cada momento: en casa, en el trabajo, en la iglesia y en lo secreto de nuestro corazón. Levantemos manos santas no solo en los cultos, sino en cualquier lugar, con un corazón íntegro y rendido a Él. Que nuestra adoración no sea solo de labios, sino que fluya de lo profundo de nuestro ser para la gloria de Dios.

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