Para ser un seguidor de Cristo, o más bien, un discípulo, debo tener amor con los demás así como lo ha dicho el mismo Cristo. El camino del discipulado no consiste únicamente en asistir a una iglesia o decir que creemos en Jesús, sino en reflejar su carácter en nuestras palabras, pensamientos y acciones. La marca principal de un verdadero discípulo no es el conocimiento teológico que posea, ni el tiempo que lleve en la fe, sino el amor con el que trata a su prójimo.
Ser discípulo de Cristo conlleva un sacrificio enorme, ya que son muchas las cosas que tienes que dejar, así como también aprender muchas de Él. El orgullo, el egoísmo y la dureza de corazón no tienen cabida en la vida de un discípulo genuino. Pero la clave de todo está en el siguiente versículo bíblico:
En esto conocerán todos que sois mis discípulos,
si tuviereis amor los unos con los otros.Juan 13:35
Este mandato no es opcional, es una señal visible de nuestra fe. Jesús dejó claro que el amor es el distintivo de sus seguidores, aquello que nos diferencia de un mundo lleno de odio y división. Un discípulo de Cristo que no ama contradice el mismo mensaje de su Maestro.
Todo aquel que entiende ser discípulo de Cristo, caminará como Él, vestirá como Él, hablará como Él, y su amor será visible en cada una de las cosas que haga. El amor de Dios no es teórico, es práctico y palpable. Se ve en cómo tratamos a nuestra familia, en la manera en que nos dirigimos a los desconocidos, en cómo respondemos cuando alguien nos ofende. El amor de Cristo transforma nuestra manera de vivir y se convierte en testimonio vivo para los que nos rodean.
El amor de Dios es notable, esa gracia que nunca se acaba. Esto es porque somos discípulos de Jesús, y Él nos manda a tratar con amor al prójimo. Debemos tener mansedumbre, paciencia, y misericordia con los demás, dando de comer al hambriento, vistiendo a aquel que no tiene ropa, consolando al triste y extendiendo la mano al necesitado. No es una opción, es un mandato que Jesús dejó para que lo pongamos en práctica cada día. Cuando servimos a los demás con amor, lo hacemos como si sirviéramos al mismo Cristo.
El Maestro hacía todo esto delante de sus discípulos para que ellos aprendieran. Jesús no solo predicaba con palabras, sino que su vida era un ejemplo constante de servicio y compasión. Sanaba a los enfermos, se acercaba a los marginados, perdonaba a los pecadores y mostraba misericordia incluso con quienes lo rechazaban. Con esto dejaba en claro que ser su discípulo no consistía en seguirle físicamente, sino en imitar su carácter y reproducir sus obras.
Para los discípulos no era una tarea fácil dejar todo por ser seguidores de Cristo. Un ejemplo claro lo encontramos en Mateo, quien era cobrador de impuestos, un oficio despreciado por muchos en su tiempo. Sin embargo, Mateo dejó todo por seguir a Jesús. El costo fue alto, pues renunció a una vida de estabilidad económica y poder social, pero encontró en Cristo un tesoro mucho más grande.
Este cambio de vida nos recuerda que ser discípulo implica renuncia. No siempre es sencillo abandonar lo que amamos o lo que nos da seguridad, pero al seguir a Cristo encontramos la verdadera riqueza, aquella que el dinero ni los placeres del mundo pueden dar. Mateo fue transformado en una persona con amor, misericordia, bondad y fidelidad. Su encuentro con el Maestro lo cambió por completo y lo convirtió en testigo fiel del evangelio.
De igual forma, cada discípulo de Cristo está llamado a vivir un proceso de transformación. Pedro, que antes era impulsivo y temeroso, fue convertido en un predicador valiente. Pablo, que antes perseguía a los cristianos, se transformó en el mayor evangelista de la iglesia primitiva. Esto nos enseña que seguir a Cristo no nos deja iguales, sino que nos moldea a su imagen.
Si queremos ser seguidores de Cristo, entonces debemos tener cada una de las características que nos dejó el Señor en su Palabra: amar a nuestro prójimo, perdonar de corazón, servir con humildad, vivir en santidad y mostrar paciencia en medio de las pruebas. Seguir a Cristo significa dejar atrás el odio, el rencor y la indiferencia, para caminar en el amor que nos hace semejantes a Él.
Amados hermanos, el discipulado cristiano es un llamado a la entrega total. No se trata solo de asistir a un culto, sino de vivir cada día como imitadores de Cristo. El amor debe ser la evidencia visible de que le pertenecemos, un amor que alcanza incluso a nuestros enemigos. Así el mundo podrá ver, no solo escuchar, que realmente somos discípulos de Jesús.