El amor de Dios se reconoce porque todo aquel que tiene a Dios manifiesta la justicia que proviene del Señor. Quien comete injusticias no pertenece a Dios, sino al diablo, ya que solo este último obra en maldad y utiliza a aquellos a quienes engaña para perpetrar injusticias.
Es por esto que Juan se refiere a aquellos que son de Dios y que demuestran buenas obras, aquellos que practican la justicia y aman a su hermano. Si eres de Dios, mostrarás amor hacia tu prójimo; de lo contrario, no puedes considerarte de Dios.
Debemos amar a nuestros hermanos y actuar con justicia, como nos insta el siguiente versículo de la primera epístola de Juan:
Amemos a nuestros hermanos, como Dios nos lo ha hecho entender. Practiquemos la justicia con los demás, demostrando ese amor bueno y fiel hacia ellos. Dios vive eternamente en justicia, amor y verdad; no permitamos que el maligno traiga malas influencias a nuestras vidas.
El apóstol Juan, en esta enseñanza, establece una diferencia muy clara entre aquellos que pertenecen a Dios y los que no. No se trata solo de decir que amamos, sino de demostrarlo con nuestras acciones. El amor verdadero no busca el mal, no desea venganza ni alberga rencor; el amor que viene de Dios siempre edifica, sana y restaura.
Cuando una persona ha conocido a Dios de verdad, su corazón cambia. Ya no vive en odio ni en resentimiento, sino que busca hacer el bien, aun cuando haya sido herida. Esa es la señal más grande de que el amor de Dios habita en nosotros. Jesús mismo lo dijo: “En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tenéis amor los unos por los otros”. El amor es, por tanto, la mayor evidencia de una vida transformada por la gracia divina.
Por otra parte, quien vive en injusticia y egoísmo muestra que no ha nacido del Espíritu. Su comportamiento se asemeja al del enemigo, porque solo aquel que no conoce la verdad actúa guiado por el mal. Por eso, debemos cuidarnos de las actitudes que no reflejan a Cristo: la envidia, la mentira, la falta de perdón o el deseo de venganza. Todas estas cosas contaminan el corazón y apagan la presencia de Dios en nosotros.
El Señor nos llama a vivir en armonía con los demás, a perdonar y a compartir lo que tenemos. Amar no es un sentimiento pasajero, sino una decisión que implica sacrificio y entrega. Es servir al otro, ser compasivos, consolar al afligido y actuar con misericordia sin esperar nada a cambio. Cada vez que practicamos la justicia y el amor, reflejamos el carácter de Cristo y nos acercamos más a la verdadera esencia de ser hijos de Dios.
Hoy más que nunca, el mundo necesita personas que vivan bajo este principio de amor genuino. No basta con decir “soy cristiano”, hay que demostrarlo en los pequeños detalles: en cómo tratamos a los demás, cómo hablamos y cómo respondemos ante las pruebas. Amar al prójimo es cumplir la ley de Dios, porque todo aquel que ama no puede hacer daño a su hermano.
Que nuestras vidas sean un reflejo de ese amor puro y perfecto que viene del cielo. Que en medio de una sociedad donde predomina el egoísmo, seamos luz, mostrando compasión y justicia. Si vivimos de esa manera, seremos reconocidos como verdaderos hijos del Altísimo, y Su amor permanecerá en nosotros para siempre.