Como hijos de Dios, todos atravesamos momentos en los que la vida parece volverse difícil y las pruebas nos abruman. A veces sentimos que Dios guarda silencio, que nuestras oraciones no son escuchadas, y llegamos a pensar que Él se ha alejado. En medio del dolor y la incertidumbre, el enemigo siembra dudas en nuestros corazones, haciéndonos creer que estamos solos. Pero la verdad es que el Señor nunca nos abandona. Él está presente incluso cuando no lo percibimos, y su amor permanece firme, aunque nuestras circunstancias cambien. La fe auténtica consiste precisamente en confiar cuando no vemos, en seguir creyendo cuando no entendemos lo que Dios está haciendo.
En este pasaje del libro de los Salmos, el rey David expresa una oración profunda y sincera. No lo hace desde la abundancia ni desde la victoria, sino desde la aflicción. Reconoce sus errores, su fragilidad humana y su necesidad de Dios. David no oculta su sufrimiento ni su arrepentimiento; más bien, lo convierte en una súplica. Él sabe que solo en el Señor puede hallar refugio, perdón y restauración. Este ejemplo nos enseña que no hay vergüenza en reconocer nuestras faltas ni en clamar por ayuda. Dios no rechaza al corazón contrito y humillado; al contrario, lo recibe con misericordia.
A lo largo de su vida, David fue un hombre conforme al corazón de Dios, no porque fuera perfecto, sino porque siempre se volvía a Dios en arrepentimiento y dependencia. En este salmo, podemos sentir la vulnerabilidad de un hombre que sabe que ha fallado, pero también la esperanza de quien confía en que el Señor le extenderá Su mano. “No te alejes de mí” no es solo una frase de angustia, sino una confesión de fe. Es el clamor de quien reconoce que sin Dios no puede vivir, que Su presencia es vital para cada día. Esta oración es también la nuestra, porque todos necesitamos sentir el amparo del Padre celestial.
Este salmo también nos enseña que la oración no siempre cambia de inmediato nuestras circunstancias, pero sí transforma nuestro corazón. Al orar, nos rendimos ante Dios y reconocemos que dependemos totalmente de Él. David, aun siendo rey, se humilló y clamó con todo su ser: “Dios mío, no te alejes de mí”. Esa actitud de dependencia absoluta es la que Dios espera de nosotros. Él se deleita en un corazón que confía plenamente en Su poder. Cuando abrimos nuestro corazón y dejamos que Él sea nuestro refugio, experimentamos Su consuelo y Su paz, incluso en medio del dolor.
Hoy, más que nunca, debemos aprender a hacer nuestra esta oración. Vivimos tiempos inciertos, llenos de temor, ansiedad y soledad, pero el Señor sigue siendo el mismo. Él promete estar con nosotros “todos los días hasta el fin del mundo” (Mateo 28:20). Aunque las personas nos fallen, aunque el mundo cambie, Su presencia permanece fiel. Por eso, cuando sientas que Dios está lejos, recuerda que Él está más cerca de lo que imaginas, obrando silenciosamente a tu favor. Su amor nunca falla, y Su mano nunca se cansa de sostenernos.
Querido lector, en tu angustia o tristeza, eleva una oración al igual que David. Dile al Señor con fe: “No me desampares, Dios mío, no te alejes de mí”. Él escuchará tu clamor. Su respuesta puede no llegar de inmediato, pero llegará en el momento justo. Permanece confiando, aunque no veas la salida, porque Dios está trabajando en lo invisible. Aférrate a Su promesa, sigue caminando en fe, y verás cómo Su presencia te rodea y Su paz llena tu corazón. Recuerda siempre que nuestro Dios nunca abandona a los suyos. Él es fiel, y estará contigo todos los días de tu vida. Amén.