El que no amare al Señor Jesucristo, sea anatema

En las salutaciones finales del apóstol Pablo en su primera carta a los corintios, encontramos un cierre lleno de gratitud, advertencia y esperanza. En este pasaje, Pablo menciona a tres hombres fieles que servían al Señor con diligencia y vivían el evangelio de Cristo con integridad. Estos hombres eran ejemplos vivos de fe, servicio y humildad, y por eso Pablo exhorta a los creyentes de Corinto a escucharles y sujetarse a su liderazgo. El apóstol comprendía que el ministerio no era una obra individual, sino colectiva, y valoraba profundamente a quienes trabajaban junto a él en la expansión del Reino de Dios.

Pablo hace referencia específica a la familia de Estéfanas, a quienes describe como las primicias de Acaya, es decir, los primeros convertidos en esa región. Ellos se habían consagrado al servicio de los santos y eran conocidos por su buena conducta y sabiduría. El apóstol, al reconocer su entrega, pide a la iglesia que se sujete a personas como ellos, porque habían demostrado ser fieles servidores del Señor. Su ejemplo era digno de imitación, no por autoridad humana, sino por el testimonio espiritual que manifestaban en su vida cotidiana. Así, Pablo enseña un principio importante: el liderazgo cristiano se basa en el servicio y en la integridad, no en la posición o en el reconocimiento.

El apóstol también menciona a Fortunato y Acaico, quienes habían visitado a Pablo en su ausencia. En 1 Corintios 16:17 él expresa con gozo: “Me regocijo con la venida de Estéfanas, de Fortunato y de Acaico, pues ellos han suplido vuestra ausencia.” Estas palabras reflejan el amor fraternal y la profunda conexión espiritual que existía entre Pablo y la iglesia de Corinto. A través de estos tres hombres, el apóstol sintió el apoyo, el consuelo y la comunión del pueblo de Dios, aun estando lejos. En ellos, Pablo veía la continuidad del ministerio, la fidelidad de la iglesia y la evidencia del Espíritu Santo obrando en medio de los creyentes.

Es significativo que Pablo, en su despedida, combine tanto la advertencia como la esperanza. Por un lado, deja claro que no amar a Cristo trae consecuencias eternas; por otro, recuerda que la venida del Señor traerá justicia, redención y gozo para los que le aman. Este equilibrio entre exhortación y consuelo caracteriza la predicación apostólica: firmeza en la verdad, pero siempre acompañada de amor. Pablo no busca infundir miedo, sino despertar corazones dormidos y animar a los creyentes a vivir con propósito.

Querido hermano, este pasaje también nos desafía hoy. Así como los corintios fueron llamados a obedecer a los siervos fieles y a mantener su amor por Cristo, nosotros debemos hacer lo mismo. Dios sigue levantando hombres y mujeres que sirven con humildad y que reflejan el carácter de Jesús. Sujetémonos a ellos, no por obligación, sino por amor y respeto al Señor. Aprendamos de su ejemplo y trabajemos juntos por la edificación del cuerpo de Cristo. Y sobre todo, vivamos con la certeza de que el Señor viene pronto. Que cuando Él regrese, nos encuentre firmes, fieles y llenos de amor por Su nombre.

En conclusión, las últimas palabras de Pablo no son solo un adiós, sino una proclamación de fe. Nos recuerda que el amor a Cristo es el sello del verdadero creyente y que la esperanza de Su regreso debe guiar nuestras acciones diarias. Estemos firmes, perseveremos en la verdad y mantengamos viva la llama del amor por nuestro Salvador. Él vendrá, y su recompensa está con Él. Que nuestras vidas sean halladas dignas en aquel gran día. Amén.

Soberbia, arrogancia, boca perversa: Aborrecidos por Dios
¡Vuélvete a nosotros!