El pasaje bíblico que veremos en este artículo es una exhortación directa y clara del apóstol Pablo a los creyentes de Corinto, una iglesia que, en su contexto histórico, vivía rodeada de una sociedad profundamente inmoral. El apóstol, guiado por el Espíritu Santo, escribe para advertirles sobre el peligro del pecado sexual, específicamente el de la fornicación. Este pecado, que consiste en mantener relaciones sexuales fuera del matrimonio, destruye la pureza espiritual, corrompe el cuerpo —que es templo del Espíritu Santo— y afecta la comunión con Dios. Pablo les recuerda que el cuerpo del creyente no le pertenece a sí mismo, sino que fue comprado por precio mediante la sangre de Cristo. Por tanto, debía ser usado para la gloria de Dios, no para el placer carnal desordenado.
En este contexto, el apóstol hace un llamado urgente: “Huid de la fornicación.” No dice que la enfrenten ni que la desafíen, sino que huyan. Esta palabra implica acción inmediata, decisión firme y alejamiento total. Pablo sabía que la fornicación, si no se evita, se apodera rápidamente del corazón y del cuerpo. Por eso, pide a los creyentes que mantengan distancia de toda ocasión de pecado, recordándoles que el cuerpo no es para la inmundicia, sino para servir al Señor. Este llamado no solo era para los corintios, sino también para nosotros hoy, en una generación donde la impureza sexual se ha normalizado y donde las tentaciones están al alcance de un clic o de una mirada.
Huid de la fornicación. Cualquier otro pecado que el hombre cometa, está fuera del cuerpo; mas el que fornica, contra su propio cuerpo peca.
1 Corintios 6:18
El pecado de la fornicación está azotando al mundo actual con fuerza sin precedentes. Vivimos en una sociedad que promueve la sensualidad, el deseo descontrolado y la búsqueda del placer sin límites. Las redes sociales, el cine, la música y la cultura en general exponen y normalizan lo que la Biblia llama abominación. Muchos obedecen más a la carne que al Espíritu, cayendo así en una esclavitud invisible que destruye lentamente su relación con Dios. Este tipo de pecado apaga el fuego espiritual, endurece el corazón y nos aparta del propósito santo para el cual fuimos creados. Es un enemigo silencioso que arruina familias, ministerios y vidas enteras.
Sin embargo, el mensaje del apóstol Pablo también está lleno de esperanza. Dios no solo nos advierte, sino que nos da el poder para vencer. Por medio del Espíritu Santo podemos resistir las tentaciones y mantenernos puros. El Señor nos llama a ser valientes, a tomar decisiones firmes, a cerrar puertas al pecado y a fortalecer nuestra vida espiritual con oración, ayuno y lectura constante de Su Palabra. La pureza no es debilidad; es fortaleza espiritual. Huir del pecado no es cobardía; es sabiduría divina. Recordemos lo que dice 1 Tesalonicenses 4:3: “Pues la voluntad de Dios es vuestra santificación; que os apartéis de fornicación.”
Querido hermano o hermana, toma en cuenta este llamado que nos hace el apóstol Pablo. Detente por un momento y reflexiona en la santidad de tu cuerpo. No fuiste creado para ser esclavo del pecado, sino para ser un instrumento santo en las manos del Señor. Tu cuerpo, tu mente y tu espíritu deben ser consagrados a Dios en adoración constante. Si has caído en este pecado, aún hay esperanza. El perdón está disponible en Cristo Jesús. Él puede limpiar, restaurar y renovar tu vida por completo. No permitas que la culpa o el pecado te separen de Su amor; acércate con un corazón arrepentido y deja que Su gracia te transforme.
El apóstol termina su enseñanza en este capítulo diciendo: “Glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo y en vuestro espíritu, los cuales son de Dios.” (1 Corintios 6:20). Esto resume el propósito de nuestra existencia: adorar al Señor con todo lo que somos. La santidad no es una opción, es una señal de que pertenecemos a Cristo. Huyamos de la fornicación y busquemos agradar a Aquel que nos compró con Su sangre preciosa. Que el Espíritu Santo nos ayude a vivir en pureza y fidelidad, para que nuestras vidas sean un reflejo vivo del amor y la justicia de Dios. Amén.