«`html
El apóstol Juan, conocido como el discípulo del amor, dedica buena parte de su primera carta a explicar la naturaleza del verdadero amor de Dios y la evidencia de que ese amor ha sido derramado en el corazón del creyente. En el capítulo cinco, nos invita a reflexionar en cómo ese amor se manifiesta en la práctica: no solo con palabras o emociones, sino con obediencia a los mandamientos divinos. El amor hacia Dios no es un sentimiento pasajero, sino una actitud constante de fe y compromiso que se traduce en obras. Juan enseña que el amor verdadero se demuestra en la fidelidad y en la perseverancia por guardar la Palabra del Señor, incluso cuando el mundo ofrece caminos más fáciles.
En este pasaje, el apóstol deja en claro que amar a Dios es algo más profundo que una simple declaración verbal. Implica conocer Su carácter, tener comunión con Él y vivir conforme a Su voluntad. Muchas personas dicen amar a Dios, pero continúan caminando lejos de Su Palabra. Sin embargo, Juan enseña que la prueba genuina del amor es la obediencia. Solo quien ama de verdad es capaz de sujetarse a lo que el Señor ordena, aunque no siempre sea fácil. Esta obediencia nace de un corazón transformado por la fe y sostenido por el Espíritu Santo.
Pues este es el amor a Dios, que guardemos sus mandamientos; y sus mandamientos no son gravosos.
1 Juan 5:3
Este versículo resume la esencia del cristianismo práctico. El amor a Dios no se mide por los sentimientos, sino por la disposición a guardar Sus mandamientos. Pero Juan aclara algo muy importante: los mandamientos no son gravosos. Es decir, no son una carga imposible de llevar. Cuando el creyente ha nacido de nuevo y ha experimentado la gracia de Cristo, obedecer deja de ser una obligación y se convierte en un deleite. La fe que vence al mundo no se basa en esfuerzos humanos, sino en la nueva naturaleza que Cristo produce en nosotros por medio del Espíritu Santo.
El apóstol también nos recuerda que el amor de Dios es una fuerza que vence. En los versículos siguientes, Juan afirma: “Todo lo que es nacido de Dios vence al mundo; y esta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe” (1 Juan 5:4). Esta victoria no consiste en poder humano ni en sabiduría terrenal, sino en la confianza plena en Jesucristo. Cuando creemos que Jesús es el Hijo de Dios, recibimos el poder para resistir el pecado, perseverar en las pruebas y permanecer en el amor verdadero. La fe en Cristo nos libra del dominio del mundo y nos hace capaces de vivir en obediencia y pureza.
Muchos piensan que seguir a Dios es difícil, pero el secreto está en amarle verdaderamente. Quien ama no siente carga, sino gozo. Así como un hijo obedece a su padre por amor y no por temor, así el cristiano obedece a Dios con alegría, sabiendo que Sus mandamientos son justos y nos conducen a la vida eterna. Cuando comprendemos esto, entendemos que la obediencia no es una cadena, sino una expresión de libertad: la libertad que encontramos al vivir conforme al propósito divino.
Por tanto, amigo lector, si aún sientes que los mandamientos de Dios te resultan difíciles, pídele al Señor que te llene de Su amor. Ese amor perfecto echa fuera el temor, fortalece la fe y nos da una nueva perspectiva. Lo que antes parecía un peso, ahora se convierte en un privilegio. Servir al Señor deja de ser una carga y pasa a ser un acto de gratitud por todo lo que Él ha hecho por nosotros en Cristo Jesús.
El verdadero amor hacia Dios no se demuestra con palabras vacías, sino con hechos de fe, obediencia y entrega. No hay amor más grande que el de Aquel que dio Su vida por nosotros, y no hay respuesta más sincera que vivir para agradarle. Permanece en Su Palabra, guarda Sus mandamientos, y verás cómo ese amor transforma cada área de tu vida. Que el Señor te conceda la gracia de amarle con todo tu corazón, con toda tu mente y con todas tus fuerzas, porque solo en ese amor encontrarás la victoria sobre el mundo. Amén.
«`