En el capítulo 1 del libro de Malaquías, el Señor se dirige al pueblo de Israel para recordarles Su amor inmutable, a pesar de su constante desobediencia. “Yo os he amado”, dice Jehová, pero el pueblo, endurecido y rebelde, respondía con indiferencia. Habían olvidado quién era su Dios, y sus acciones reflejaban un corazón alejado del temor y la reverencia debida al Creador. En este pasaje, Dios muestra Su tristeza y justa indignación porque Su pueblo actuaba conforme a su propia voluntad, no conforme a la Suya.
Malaquías fue enviado como un mensajero para confrontar al pueblo con la verdad y traer convicción de pecado. En este capítulo, no solo el pueblo es reprendido, sino también los sacerdotes, aquellos que tenían el deber de guiar espiritualmente a Israel. Dios les recuerda su responsabilidad, pues habían perdido el sentido de lo sagrado y ofrecían sacrificios manchados. El Señor les dice:
El hijo honra al padre, y el siervo a su señor. Si, pues, soy yo padre, ¿dónde está mi honra? Y si soy señor, ¿dónde está mi temor? dice Jehová de los ejércitos a vosotros, oh sacerdotes, que menospreciáis mi nombre.
Malaquías 1:6
Maldito el que engaña, el que teniendo machos en su rebaño, promete, y sacrifica a Jehová lo dañado. Porque yo soy Gran Rey, dice Jehová de los ejércitos, y mi nombre es temible entre las naciones.
Malaquías 1:14
El mensaje es claro: Dios merece lo mejor. Él no acepta una adoración a medias ni sacrificios impuros. En los tiempos antiguos, ofrecer un animal sin defecto simbolizaba la pureza del corazón del adorador; pero Israel, al ofrecer lo dañado, estaba demostrando su desprecio por el Dios Santo. Pensaban que podían engañar a Dios con apariencias, olvidando que Él conoce las intenciones más profundas del corazón. No hay manera de esconder la hipocresía ante Sus ojos, porque Él ve más allá de las palabras y los rituales externos.
Hoy, este mensaje sigue siendo tan relevante como en los días de Malaquías. Cuántas veces los creyentes ofrecen a Dios lo que sobra de su tiempo, de su energía, o de sus recursos. Nos acostumbramos a la rutina y dejamos de rendirle el honor que merece. Pero el Señor sigue siendo el mismo Gran Rey, digno de excelencia, obediencia y amor genuino. Él no busca sacrificios vacíos, sino un corazón dispuesto, limpio y sincero.
El apóstol Pablo nos recuerda que debemos presentar nuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo y agradable a Dios, que es nuestro culto racional (Romanos 12:1). Esto significa que todo lo que hacemos debe ser hecho para Su gloria. El verdadero sacrificio no es el de lo material, sino el de un corazón obediente.
Así que, hermanos, aprendamos de la reprensión del Señor al pueblo de Israel. Hagamos las cosas con excelencia, con integridad, y con temor santo. No demos a Dios lo dañado, ni lo que nos sobra. Ofrezcámosle lo mejor de nuestro tiempo, de nuestras fuerzas y de nuestras vidas. Porque aquel que engaña, se engaña a sí mismo, y como dice la Palabra: “Dios no puede ser burlado; todo lo que el hombre sembrare, eso también segará” (Gálatas 6:7). Que nuestro servicio sea siempre puro y digno del Gran Rey, cuyo nombre es temible entre las naciones.