Mediante las palabras escritas en el capítulo 5 de la primera carta de Juan, sabemos que a través de nuestro Señor Jesucristo tenemos la vida eterna. El apóstol declara con certeza que este conocimiento no proviene del hombre, sino de Dios mismo, quien nos ha revelado Su verdad. Juan escribe con el propósito de afirmar la fe de los creyentes, para que nadie dude de su salvación ni se deje engañar por las tinieblas del error. En un mundo lleno de confusión espiritual, él recuerda que la verdadera vida se encuentra únicamente en el Hijo de Dios.
En esta carta, Juan exhorta a sus hermanos a permanecer firmes en la fe, a no dejarse arrastrar por las doctrinas falsas ni por las tentaciones del mundo. La iglesia primitiva enfrentaba grandes desafíos: persecuciones, divisiones internas y enseñanzas que negaban la divinidad de Cristo. Por eso, Juan insiste en que debemos creer fielmente en el nombre del Señor, aferrándonos al conocimiento de la verdad y a la vida eterna que Él nos ha prometido. Esta exhortación es tan actual hoy como lo fue hace dos mil años, porque el enemigo sigue buscando apartar a los hijos de Dios del camino de la fe.
El apóstol también les anima a no dejar de creer en Jesús, aunque las pruebas o las presiones del mundo los lleven a dudar. Les advierte que llegaría un tiempo en que muchos serían tentados a negar el nombre del Señor, pero que los verdaderos hijos de Dios perseverarían hasta el final. La fidelidad en medio de la adversidad es una marca del creyente genuino. En cada generación, la fe debe ser probada, y aquellos que confían plenamente en Cristo serán fortalecidos por Su Espíritu Santo.
Esta afirmación nos invita a reflexionar profundamente. El apóstol no niega la realidad del mal, sino que nos recuerda que la victoria ya pertenece al Señor. El enemigo puede tener dominio temporal sobre este mundo, pero su poder es limitado y su derrota está asegurada. Por eso, el creyente no debe temer, sino confiar en el Dios que lo guarda. “El que está en vosotros es mayor que el que está en el mundo” (1 Juan 4:4). Esta es la certeza que sostiene a todo hijo de Dios en medio de la oscuridad.
Cuando Juan dice: “Sabemos que somos de Dios”, está hablando de una identidad espiritual inquebrantable. No se trata de una esperanza incierta, sino de una convicción firme. Somos del Señor porque hemos sido comprados con la sangre de Cristo, porque Su Espíritu mora en nosotros y nos guía hacia la verdad. Esta pertenencia divina debe reflejarse en nuestra forma de vivir: alejándonos del pecado, buscando la santidad y mostrando amor hacia los demás. En contraste, el mundo que no conoce a Dios vive esclavizado por el maligno, atrapado en sus mentiras y deseos egoístas.
Sin embargo, el creyente tiene una gran esperanza: Dios es su protector. En medio de un mundo hostil y corrompido, el Señor sostiene a los suyos con Su poderosa mano. Ningún ataque del enemigo puede destruir a aquel que está escondido en Cristo. Las pruebas pueden venir, las tentaciones pueden aparecer, pero los que son de Dios perseverarán porque Su gracia los fortalece. “El Señor es fiel, y Él os afirmará y guardará del mal” (2 Tesalonicenses 3:3). Esta promesa debe llenar nuestros corazones de paz y confianza.
Querido lector, no pierdas la esperanza. Aunque veas al mundo sumergido en pecado, recuerda que tú perteneces al Señor. No dejes que las tinieblas apaguen tu fe ni que el desánimo te haga retroceder. Mantén tus ojos puestos en Cristo, el autor y consumador de la fe. Él es tu vida eterna, tu refugio y tu fortaleza. Así como Juan escribió para animar a sus hermanos, estas palabras también te invitan hoy a mantenerte firme, a creer sin dudar y a confiar en el poder del Dios que te guarda.
Vivimos en tiempos difíciles, pero también en tiempos de gracia. Mientras el mundo se hunde en la oscuridad, la luz de Cristo brilla con más fuerza en aquellos que le pertenecen. Sabemos que somos de Dios, y esa certeza debe guiarnos a vivir con fe, esperanza y amor. Que nada ni nadie te aparte del camino de la verdad. Persevera, confía y descansa en la promesa eterna: en Cristo tenemos vida eterna, y Su victoria es también la nuestra. Amén.