Así debe ser el amor

¿Qué es aquello que nos hace vencer todo temor, nos aparta del mal, nos llena de paz y transforma completamente nuestro camino? Es el amor de nuestro Señor, ese amor incomparable que conocimos cuando Cristo nos alcanzó y cambió nuestras vidas para siempre. Nada puede compararse con la experiencia de haber sido amados por Dios, un amor que no depende de méritos, apariencias ni condiciones, sino que brota de Su naturaleza perfecta y eterna. Este amor es el motor que impulsa al creyente a vivir una vida diferente, consagrada y llena de esperanza.

Dios nos dio Su amor verdadero para que aprendiéramos a caminar en integridad, siguiendo lo bueno y rechazando lo malo. El amor divino no es una emoción pasajera, sino una fuerza transformadora que cambia el corazón del ser humano. Cuando ese amor habita dentro de nosotros, nos hace sensibles al pecado, nos impulsa a perdonar, y nos lleva a actuar con sinceridad. El apóstol Juan lo expresó claramente: “Nosotros amamos porque Él nos amó primero” (1 Juan 4:19). El amor de Dios no solo nos salvó, sino que también nos enseña cómo amar a los demás de manera genuina.

El apóstol Pablo, en su carta a los Romanos, resume esta enseñanza de manera sencilla pero profunda:

Así debe ser el amor del cristiano: puro, sincero y sin doblez. No debemos mostrar una sonrisa por compromiso ni palabras amables solo por conveniencia. El amor que agrada a Dios es el que nace del corazón transformado por Su gracia, el que actúa con paciencia, humildad y verdad. En un mundo lleno de falsedad, el creyente debe ser una muestra viva del amor genuino que proviene del cielo. Como enseña Pablo en 1 Corintios 13, “el amor es sufrido, es benigno, no tiene envidia, no se irrita, no guarda rencor”.

El amor también nos protege del orgullo y de la crítica destructiva. Cuando amamos como Cristo ama, dejamos de juzgar a los demás por sus debilidades y comenzamos a verlos con compasión. El amor nos enseña a perdonar, a restaurar relaciones y a tender la mano al que cae. No se trata de justificar el pecado, sino de reflejar el mismo amor que Cristo tuvo con nosotros cuando estábamos lejos de Él. Si Dios nos amó en nuestra imperfección, ¿cómo no amar nosotros a quienes también necesitan Su gracia?

Querido hermano, el amor del Señor debe ser el sello que nos distinga. En un mundo donde el egoísmo y el odio crecen cada día, los hijos de Dios están llamados a irradiar el amor de Cristo en todo lugar. Cada palabra, cada gesto y cada acción deben ser un testimonio de ese amor que no finge, sino que nace del Espíritu. Cuando caminamos bajo ese principio, somos capaces de perdonar, de servir y de vivir en paz, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones (Romanos 5:5).

Recordemos que el amor de Cristo no solo nos salvó, sino que también nos enseña a vivir. Amar es la mayor evidencia de que pertenecemos a Él. “En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros” (Juan 13:35). Por tanto, amemos sin fingimiento, sigamos lo bueno, aborrezcamos lo malo y reflejemos en todo momento el amor verdadero que solo proviene de nuestro Señor. Que nuestras vidas sean un testimonio constante del amor que un día nos rescató y que hoy sigue transformando el mundo. Amén.

Dios es Dios, de cerca y de lejos
A estos bendice Dios:

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *