Dentro del pueblo de Israel era muy notable la presencia de falsos profetas, hombres que decían hablar en nombre de Dios, pero en realidad proclamaban mentiras nacidas de su propio corazón. Ellos manipulaban al pueblo con palabras agradables, haciéndoles creer que todo estaba bien, cuando en verdad estaban caminando hacia la ruina. Estos falsos mensajeros no solo corrompían la verdad, sino que también apartaban al pueblo del camino de la obediencia.
El daño que causaban era grande, porque al hablar en nombre del Señor, daban a sus palabras una autoridad que no les pertenecía. El pueblo, confiando en ellos, terminaba desobedeciendo a Dios sin darse cuenta. Así, las falsas esperanzas que sembraban se convertían en trampas que llevaban a muchos a desviarse del propósito divino. Sin embargo, el Señor, que todo lo ve y todo lo sabe, no dejaría sin castigo a quienes se atrevían a usar Su nombre en vano. La justicia de Dios siempre alcanza al mentiroso y al que pervierte Su Palabra.
El profeta Jeremías fue uno de los hombres que más denunció la falsedad espiritual en medio del pueblo. Él vivió en tiempos en que la apostasía y el engaño se habían multiplicado. Los falsos profetas decían “Paz, paz” cuando no había paz; prometían bienestar cuando el juicio de Dios estaba a las puertas. Jeremías, en cambio, hablaba con valentía, anunciando el verdadero mensaje del Señor, aunque eso le costara persecución y rechazo. Fue en ese contexto que Dios mismo le habló para confrontar a los falsos profetas con una pregunta poderosa:
De igual forma, hoy también existen falsos profetas y falsos maestros. Muchos usan el nombre de Cristo para enriquecerse, engañar o promover doctrinas contrarias a la Palabra. Prometen prosperidad, poder o salvación fácil, pero dejan de lado el verdadero evangelio que llama al arrepentimiento y a la santidad. Jesús mismo advirtió que en los últimos tiempos surgirían muchos que dirían “Yo soy el Cristo” y engañarían a muchos (Mateo 24:5). Por eso, debemos estar vigilantes y firmes en la verdad, discerniendo todo a la luz de las Escrituras.
El apóstol Pedro también habló de estos falsos maestros que introducirían herejías destructoras y negarían al Señor que los rescató (2 Pedro 2:1). Su condenación, dice Pedro, no se tarda, porque Dios es justo y no permitirá que Su pueblo permanezca en el error para siempre. El creyente maduro debe conocer la Palabra, escudriñarla cada día y pedir al Espíritu Santo discernimiento para no ser arrastrado por enseñanzas equivocadas que suenan bien, pero no proceden de Dios.
El mensaje de Jeremías sigue vigente hoy: Dios está más cerca de lo que imaginamos. Él ve la intención de cada palabra pronunciada en Su nombre y conoce el corazón de los que le sirven. No podemos usar Su nombre para manipular ni para beneficio propio, porque Su santidad demanda verdad. Aquellos que torcieron Su mensaje en el pasado fueron juzgados, y los que lo hacen hoy también enfrentarán Su justicia si no se arrepienten.
Querido lector, que esta enseñanza nos lleve a reflexionar. No todo el que dice “Señor, Señor” es enviado por Dios. La fidelidad del creyente no se demuestra por emociones o apariencias, sino por obediencia a Su Palabra. Permanezcamos firmes en la verdad, probando todo espíritu y discerniendo lo que escuchamos. Dios es un Dios de cerca y de lejos, que ve, oye y juzga con rectitud. Que Su Palabra sea nuestra guía y Su Espíritu nuestro consejero, para que no caigamos en el engaño y permanezcamos fieles al propósito del Señor hasta el fin. Amén.