Sí, la gracia del Señor está sobre nosotros todos los días, y esto es motivo de gratitud y esperanza. La gracia de Dios es ese favor inmerecido que nos cubre, nos guía y nos sostiene en todo momento. Es el poder divino que transforma nuestro corazón y nos enseña a vivir conforme a Su voluntad. Cuando la gracia del Señor está obrando en nuestras vidas, nuestro comportamiento cambia, nuestros pensamientos se alinean con los del Espíritu, y nuestra manera de actuar refleja el amor de Cristo. Este fue precisamente el deseo del apóstol Pablo al escribir a Filemón: que la gracia de Cristo estuviera sobre él y sobre todos los creyentes.
Esta gracia no se puede comprar ni obtener por méritos humanos; es un regalo que Dios concede a aquellos que han depositado su confianza en Él. Es una gracia inmensa, infinita, que fluye del corazón del Padre hacia Sus hijos. En ella encontramos perdón, consuelo, dirección y fortaleza. La vida cristiana sin la gracia de Dios sería imposible, porque es Su gracia la que nos sostiene cuando fallamos y nos levanta cuando caemos. Todo aquel que ha sido tocado por la gracia del Señor vive una vida distinta, marcada por la humildad y la dependencia de Dios.
Los buenos deseos del creyente deben reflejar este mismo espíritu que tuvo Pablo al escribir a Filemón. Él deseaba que la gracia del Señor Jesucristo acompañara siempre a sus hermanos en la fe. En pocas palabras, Pablo estaba diciendo: “Que el favor de Dios nunca les falte.” Cuando deseamos esto a los demás, estamos transmitiendo bendición y amor verdadero. Una iglesia, una familia o una comunidad que vive bajo la gracia del Señor experimenta unidad, paz y gozo, porque la gracia es la atmósfera donde florece la vida espiritual.
La gracia de nuestro Señor Jesucristo sea con vuestro espíritu. Amén.
Filemón 1:25
Estas palabras finales de Pablo son mucho más que un simple cierre de carta; son una declaración de bendición y de confianza en la fidelidad de Dios. Con ellas, el apóstol reconoce que solo la gracia divina puede sostener al creyente en medio de las pruebas, tentaciones y desafíos del día a día. Filemón, su familia y la iglesia que se reunía en su casa necesitaban esa gracia tanto como nosotros la necesitamos hoy. No se trata solo de recibirla, sino de vivir bajo su influencia, permitiendo que transforme nuestras actitudes, palabras y pensamientos.
El deseo de Pablo también debe ser el nuestro: que la gracia del Señor cubra a todo aquel que está a nuestro alrededor. Así como el apóstol bendijo a Filemón, debemos bendecir a nuestras familias, amigos y hermanos en la fe, deseándoles que la presencia de Cristo esté en sus corazones. Cuando lo hacemos, estamos reflejando el mismo amor y la misma compasión que Dios ha tenido con nosotros. Cada palabra de ánimo, cada oración intercesora, cada gesto de bondad, son manifestaciones de esa gracia operando a través de nosotros.
Debemos entender que el Espíritu de Dios desea habitar en nosotros permanentemente. Si le abrimos el corazón, Él transformará nuestra vida desde adentro. La gracia no solo nos perdona, sino que también nos capacita para vivir en santidad y obediencia. Si el Espíritu Santo está en nuestro corazón, Él nos enseña a ser pacientes, amorosos y fieles. Nos recuerda que no dependemos de nuestra fuerza, sino del poder de Dios actuando en nosotros. Por eso, debemos cuidar de no resistir Su gracia, sino recibirla con gratitud y dejar que fluya libremente en todo lo que somos.
Que cada día podamos decir como Pablo: “La gracia del Señor Jesucristo sea con nuestro espíritu.” Que sea la gracia la que guíe nuestras decisiones, la que calme nuestros temores y la que fortalezca nuestra fe. En medio de las dificultades, recordemos que esa gracia no nos abandona, sino que nos impulsa a seguir adelante con esperanza. Vivamos bajo Su gracia, y todo lo que hagamos reflejará la presencia del Dios que nos salvó por amor. Amén.