Son tantas las cosas maravillosa que podemos decir de nuestro Dios grande y poderoso, que no nos callamos ante Su grandeza, sino que entonamos cánticos agradables delante de nuestro Dios por Sus obras poderosas y por lo hermoso que ha hecho para cada uno de nosotros.
Él es perfecto, Él es eterno, y eso lo podemos contemplar por medio de Su Palabra, porque Sus Palabras nos hablan de Su persona, y por medio de ella podemos sentir Su gran amor. La naturaleza habla de la hermosura de Dios, ella canta al Dios todopoderoso, digno de majestad, de alabanza, honra y gloria.
Por eso Señor Tú eres digno de recibir toda honra, porque Tu poder es grande y maravilloso, porque Tu bondad nos sostiene y con Tu hermosura nos rodeas, nos vistes con Tu gracia y amor, Tú eres digno, digno de gloria. Oh por siempre Te adoramos Señor solo a Ti alabamos para siempre.
Hablar de la hermosura de Dios es hablar de Su santidad. En un mundo donde lo terrenal suele deslumbrar a muchos, es necesario recordar que la verdadera hermosura proviene del Creador. No se trata únicamente de una belleza física, sino de una perfección espiritual, moral y eterna que trasciende todo lo que podamos imaginar. Cada vez que levantamos nuestra mirada al cielo o contemplamos un amanecer, recordamos que la gloria de Dios se refleja en toda Su creación. El salmista decía: “Los cielos cuentan la gloria de Dios, y el firmamento anuncia la obra de sus manos” (Salmos 19:1).
Esa hermosura no solo se revela en la naturaleza, sino también en Su obrar diario en nuestras vidas. Cada milagro, cada provisión, cada respuesta a nuestras oraciones, es una muestra de que Dios está presente. La hermosura divina se experimenta cuando sentimos paz en medio de la tormenta, cuando somos levantados del polvo y cuando encontramos esperanza aun en los momentos más oscuros.
Los profetas y apóstoles tuvieron experiencias únicas que reflejan la magnificencia del Señor. Moisés, por ejemplo, bajó del monte con su rostro resplandeciendo después de haber estado en la presencia de Dios (Éxodo 34:29-30). Isaías, en su visión del trono, vio serafines que proclamaban: “Santo, santo, santo, Jehová de los ejércitos; toda la tierra está llena de su gloria” (Isaías 6:3). Estos relatos nos recuerdan que la hermosura de Dios no es un adorno pasajero, sino una revelación eterna de Su santidad.
De igual forma, cada creyente está llamado a reflejar esa hermosura en su vida diaria. No hablamos de un reflejo externo, sino de un carácter transformado por el Espíritu Santo. Cuando mostramos amor al prójimo, cuando perdonamos, cuando damos sin esperar nada a cambio, entonces estamos mostrando un destello de la hermosura divina que habita en nosotros. El apóstol Pedro exhorta diciendo: “Vuestra belleza no sea la externa… sino la del corazón, en el incorruptible ornato de un espíritu afable y apacible” (1 Pedro 3:3-4).
Por eso, cada día es una oportunidad de reconocer y proclamar la hermosura del Señor. Así como Juan quedó impactado ante la visión gloriosa de Cristo, nosotros también debemos postrarnos en adoración. Dios no necesita de nuestra alabanza para ser glorioso, pero cuando le alabamos, somos nosotros los que somos transformados por Su presencia.
Querido lector, que cada día podamos vivir con esta convicción: Dios es hermoso, santo y digno de toda gloria. Que nuestra vida misma sea un cántico de adoración, y que nuestra boca proclame Sus maravillas. Al contemplar Su hermosura, recordemos que un día le veremos cara a cara, y entonces entenderemos en plenitud lo que hoy apenas vislumbramos. ¡Exaltemos siempre la hermosura del Señor!