Servir a Dios sin duda alguna es una bendición que no puede ser comparada con ninguna otra. Es el privilegio más hermoso que se nos ha concedido, pues, piénsalo por un momento: bien podríamos ser una de esas personas que no sirven a Dios y que viven una vida de pecado, sin esperanza ni rumbo, pero en Su inmenso amor, Dios nos ha llamado y nos ha dado la gracia de poder servirle. Y ¿sabes qué? Vale la pena ser fiel a ese Dios, porque Él nunca falla y siempre recompensa a los que le son fieles.
La Biblia nos presenta muchos ejemplos de hombres y mujeres que decidieron servir al Señor sin importar las circunstancias, y como resultado fueron bendecidos y usados poderosamente. Uno de esos casos es el de José, hijo de Jacob, quien padeció injusticias terribles: fue vendido como esclavo por sus propios hermanos, acusado falsamente y encarcelado. Sin embargo, José nunca dejó de confiar en Dios. Su fidelidad fue recompensada y llegó a ser segundo después del Faraón en Egipto. Todo lo que José vivió le llevó a reconocer que fue Dios quien dirigió su vida con un propósito eterno.
Otro caso que merece ser recordado es el de Sadrac, Mesac y Abed-nego. Estos jóvenes hebreos fueron llevados cautivos a Babilonia y enfrentaron la orden del rey Nabucodonosor de adorar una estatua de oro. Ellos prefirieron ser lanzados al horno de fuego antes que traicionar su fe en el Dios verdadero. Y lo sorprendente es que el mismo Señor estuvo con ellos en medio del fuego, librándolos de todo daño. Después de esa victoria de fe, obtuvieron honra y privilegios en Babilonia, pero lo más importante fue que dieron testimonio de que solo Jehová es el Dios vivo.
También está la historia de Daniel, quien enfrentó la amenaza de ser lanzado a un foso de leones por orar a su Dios. Aun sabiendo el peligro, Daniel no dejó de orar ni de ser fiel a su Señor. Su fidelidad fue puesta a prueba, pero Dios lo libró de los leones y su testimonio impactó a toda la nación. Una vez más vemos que el mayor tesoro de la fidelidad no es la posición ni el poder, sino la certeza de que Dios respalda a los que confían en Él.
¿Qué tienen en común estos ejemplos? Que la mayor recompensa que obtuvieron no fue simplemente prosperidad, autoridad o reconocimiento humano, sino el hecho de que Dios estaba con ellos y los amaba. No hay mayor recompensa que la presencia y el favor de Dios en la vida de una persona. Todo lo demás es pasajero, pero Su amor y Su gracia son eternos.
Querido lector, servir a Dios puede implicar sacrificios, rechazar las ofertas del mundo, decir «no» a placeres momentáneos o enfrentar burlas y persecuciones. Pero todo lo que este mundo pueda ofrecer se queda corto frente a la gloria de la eternidad. La fidelidad al Señor nos asegura una corona incorruptible, una herencia reservada en los cielos, un galardón que jamás se marchita.
El apóstol Pablo lo expresó de manera gloriosa en 2 Timoteo 4:7-8: “He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe. Por lo demás, me está guardada la corona de justicia, la cual me dará el Señor, juez justo, en aquel día; y no solo a mí, sino también a todos los que aman su venida.”
Por eso, a pesar de las ofertas, propuestas, placeres y todo lo que este mundo te ofrezca, sé fiel al Señor. No te dejes arrastrar por lo pasajero, sino mantente firme en la fe, porque al final nos espera una corona que no se corrompe, una vida eterna en la presencia de Aquel que nos llamó a servirle.