Toda la Palabra de Dios es digna de que le prestemos suma atención a todo lo escrito en ella. A veces dejamos pasar por alto cosas que parecen sencillas, pero que en realidad deben tener la más suprema importancia. Una de esas enseñanzas, que aunque sencilla en apariencia es profundamente transformadora, es el llamado a perdonar.
Hay un tema que para muchos puede llegar a ser el más difícil de todos: «El perdón». Perdonar ya es una palabra que de por sí contiene un peso enorme. ¿Cuántas veces hemos estado envueltos en situaciones donde nos cuesta soltar el resentimiento? A pesar de que seamos cristianos, hijos de Dios, muchas veces sentimos que es casi imposible perdonar al cien por ciento. Y es que el perdón no solo implica olvidar la ofensa, sino también sanar las heridas y decidir no guardar rencor en el corazón.
Hay quienes dicen con ligereza: «Que te perdone Dios», como si eso los eximiera de extender misericordia al prójimo. Pero la misma persona que dice eso, acude a la oración pidiendo que el Señor perdone sus pecados. Entonces, ¿tiene sentido pedir misericordia a Dios cuando no somos capaces de tener misericordia de quienes están a nuestro lado? La incoherencia es evidente, y Jesús mismo nos confronta en este punto.
La Biblia nos dice algo muy importante al respecto:
Pero si vosotros no perdonáis, tampoco vuestro Padre que está en los cielos perdonará vuestras transgresiones.
Marcos 11:26
Este versículo es claro y directo: nuestra capacidad de recibir el perdón de Dios está íntimamente ligada a nuestra disposición de perdonar a otros. Esto no significa que la salvación dependa de nuestras obras, sino que el fruto visible de alguien que ha sido verdaderamente perdonado es que también aprende a perdonar. En otras palabras, si no somos capaces de perdonar, tal vez nunca hemos comprendido en toda su magnitud cuánto Dios nos ha perdonado a nosotros.
El punto aquí es que una persona que no perdona, notablemente no ha conocido el amor de Dios. Porque quien ha experimentado el amor incondicional de Cristo, aquel que se entregó en la cruz llevando todos nuestros pecados, entiende que no fue merecedor de tal gracia y que por eso debe extenderla también a los demás. Si Jesús nos amó siendo nosotros pecadores, ¿cómo no vamos a amar y perdonar nosotros a los que nos han fallado?
El perdón no es fácil, y en muchas ocasiones duele. Pero es una decisión, no un simple sentimiento. Decidimos perdonar porque hemos sido perdonados. El apóstol Pablo lo resume de manera extraordinaria en Efesios 4:32: “Antes sed benignos unos con otros, misericordiosos, perdonándoos unos a otros, como Dios también os perdonó a vosotros en Cristo”. Aquí está la clave: perdonamos no porque el otro lo merezca, sino porque nosotros ya recibimos el mayor perdón en Cristo Jesús.
Oh querido hermano, el perdón es un arte celestial que debemos practicar si realmente conocemos a Dios. No se trata de justificar el pecado ni de ignorar el dolor, sino de entregarlo en las manos de Aquel que juzga con justicia. Cuando perdonamos, rompemos las cadenas del rencor que nos atan y dejamos espacio para que la paz de Dios gobierne en nuestro corazón.
Recuerda que perdonar no siempre significa reconciliación inmediata, pero sí implica liberar nuestro corazón. El perdón sana, restaura y abre caminos a la gracia. Vivamos cada día con un espíritu perdonador, reflejando al Padre que nos perdonó primero, y así podremos experimentar la verdadera libertad en Cristo.