Un cuerpo y un Espíritu

Somos cristianos, un pueblo adquirido por Dios, y detrás de esa identidad gloriosa está la responsabilidad de vivir una vida consagrada delante del Señor. No somos como el resto del mundo que no conoce a Dios, sino que hemos sido llamados a vivir de manera diferente, en santidad y en obediencia. Debemos tener muy claro esto: si estamos unidos a Cristo, inevitablemente nuestra manera de vivir debe reflejarlo. Nuestra vida no puede ser igual a la de aquellos que aún no han experimentado la gracia redentora. En Cristo, hemos sido apartados para un propósito santo.

1 Yo pues, preso en el Señor, os ruego que andéis como es digno de la vocación con que fuisteis llamados,

2 con toda humildad y mansedumbre, soportándoos con paciencia los unos a los otros en amor,

3 solícitos en guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz;

4 un cuerpo, y un Espíritu, como fuisteis también llamados en una misma esperanza de vuestra vocación;

Efesios 4:1-4

En este pasaje, el apóstol Pablo escribe desde la prisión y, aun en esa condición, su preocupación principal no es su bienestar personal, sino la vida espiritual de la iglesia. Él ruega a los creyentes que anden como es digno de la vocación con la que fueron llamados. Esta expresión nos recuerda que el evangelio no es simplemente una creencia que guardamos en el corazón, sino una manera de vivir que debe notarse en cada aspecto de nuestra conducta. Ser cristiano implica un cambio visible, una transformación real que impacta la manera en que hablamos, actuamos y tratamos a los demás.

Pablo menciona cuatro actitudes fundamentales que deben caracterizar a los hijos de Dios: humildad, mansedumbre, paciencia y amor. La humildad es el fundamento de toda virtud cristiana, porque solo cuando reconocemos nuestra dependencia de Dios podemos vivir de acuerdo a su voluntad. La mansedumbre no significa debilidad, sino fuerza bajo control, la capacidad de responder con gracia incluso en momentos de tensión. La paciencia nos enseña a soportar las ofensas sin reaccionar con ira, recordando que Dios también ha sido paciente con nosotros. Y, por último, el amor es el vínculo perfecto que nos lleva a soportarnos unos a otros y a vivir en unidad.

La unidad de la iglesia no es algo opcional, es un mandato. Pablo habla de ser solícitos en guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz. La unidad no significa uniformidad, pues cada creyente tiene dones y personalidades diferentes, pero sí significa que todos caminamos bajo una misma esperanza y un mismo Señor. Cuando los cristianos viven en divisiones y conflictos, el testimonio del evangelio se debilita, pero cuando viven en amor y paz, la iglesia brilla como luz en medio de las tinieblas.

Este llamado también nos recuerda que no estamos solos, somos parte de un mismo cuerpo. La iglesia no es un grupo de individuos que viven cada uno su fe de manera aislada; es una comunidad unida por el Espíritu Santo. Cada miembro es importante y cada uno aporta al crecimiento del cuerpo. Así como en el cuerpo físico cada órgano cumple una función vital, en la iglesia cada creyente ha sido llamado a servir y edificar a los demás. Cuando entendemos esto, dejamos de vivir para nosotros mismos y comenzamos a vivir para bendecir y edificar a los demás.

En el mundo actual, donde predominan el egoísmo, la competencia y la indiferencia, el llamado de Pablo resuena con fuerza: debemos ser diferentes. Andar dignamente de la vocación cristiana implica reflejar a Cristo en nuestro carácter y ser testimonio vivo del evangelio. Cada día debemos preguntarnos: ¿estoy viviendo como alguien que ha sido llamado por Dios? ¿Estoy mostrando humildad, paciencia, mansedumbre y amor en mis relaciones?

Conclusión: El llamado de Pablo sigue vigente para nosotros hoy. Como pueblo adquirido por Dios, debemos andar de manera digna, reflejando nuestra identidad en Cristo con humildad, mansedumbre, paciencia y amor. Debemos esforzarnos en mantener la unidad del Espíritu y recordar que somos un solo cuerpo en una misma esperanza. Que nuestra vida sea un reflejo constante de aquel que nos llamó de las tinieblas a su luz admirable, y que cada paso que demos sea digno de la vocación celestial que hemos recibido en Cristo Jesús.

Con diligencia y amor seamos fieles a Su Palabra
Cristo murió por nosotros