La gente hoy día teme a muchas cosas: la situación económica, las enfermedades, la inseguridad, los conflictos y las adversidades de la vida. Nosotros, como seres humanos, vivimos muchas veces llenos de temores y ansiedades que nos paralizan. Estos temores, aunque reales, pueden llegar a nublar nuestro entendimiento y hacernos olvidar cuál debería ser el verdadero temor que debe gobernar nuestras vidas. La Palabra de Dios nos recuerda constantemente que, en medio de cualquier dificultad, existe un temor que es santo, reverente y transformador: el temor a Dios.
Un creyente siempre entiende que, en medio de la adversidad, Dios está con él y que no existe un problema más grande que el poder del Señor. Aunque enfrentemos pruebas difíciles, la Biblia nos asegura que todas las cosas obran para bien a los que aman a Dios. Esto significa que aún aquello que parece negativo puede convertirse en una bendición cuando está en las manos del Señor. Así sucedió con muchos hombres y mujeres de la Biblia: Abraham, Moisés, David, Daniel, Pablo. Todos ellos atravesaron pruebas, debilidades y momentos de temor humano, pero nunca dejaron de confiar en su Dios.
Por el contrario, aquellos que no son creyentes suelen vivir atrapados en un círculo de preocupación y miedo constante. Al no tener una esperanza firme en Dios, cualquier problema los desestabiliza. Una enfermedad, una crisis económica o una noticia inesperada basta para llenarles de angustia. Algunos incluso ven tan afectada su salud que la presión arterial se les eleva o entran en depresión profunda. La razón de todo esto es clara: no conocen la paz que sobrepasa todo entendimiento, esa paz que solo Cristo puede dar en medio de la tormenta.
Un temor que acompaña al ser humano desde siempre es el miedo a la muerte. La muerte nos recuerda nuestra fragilidad y nos confronta con lo inevitable. Pero la Biblia nos enseña que ese no debería ser nuestro mayor temor, porque todos, absolutamente todos, hemos de morir algún día. Lo realmente importante es entender a quién debemos temer verdaderamente: no a la muerte misma, sino al dador de la vida, al Dios soberano que tiene poder sobre la eternidad de nuestras almas.
Y no temáis a los que matan el cuerpo, mas el alma no pueden matar; temed más bien a aquel que puede destruir el alma y el cuerpo en el infierno.
Mateo 10:28
Estas palabras de Jesús son un recordatorio poderoso de que el temor humano debe ser transformado en temor reverente a Dios. La gente puede hacernos daño físicamente, las circunstancias pueden golpearnos, pero nadie puede tocar nuestra alma excepto Dios. Y es Él quien tiene la autoridad absoluta sobre nuestro destino eterno. Por eso, en lugar de vivir esclavos del miedo a lo temporal, debemos vivir con reverencia hacia Aquel que gobierna lo eterno.
El temor de Dios no es un miedo paralizante como el que sentimos ante un peligro humano, sino un respeto profundo que nos lleva a reconocer su grandeza, su santidad y su poder. Temer a Dios significa ponerlo en el centro de nuestra vida, obedecer su Palabra y confiar en que Él tiene el control de todas las cosas. Cuando ese temor gobierna nuestro corazón, todos los demás miedos comienzan a perder fuerza.
Además, Dios no solo nos manda a temerle, sino también a echar sobre Él todas nuestras cargas. Él sabe que somos débiles, que nos angustiamos con facilidad y que tendemos a dudar. Sin embargo, nos invita a confiar en Él plenamente, a depositar en sus manos nuestras preocupaciones y a descansar en su cuidado paternal. No existe ser tan poderoso y, al mismo tiempo, tan amoroso como nuestro Dios, quien es capaz de sostenernos en medio de cualquier valle oscuro.
Conclusión: Que nuestro principal temor se incline siempre hacia Dios y no hacia las circunstancias pasajeras de la vida. Aprendamos a vivir con reverencia hacia Él, reconociendo que solo su poder define nuestro presente y nuestro futuro eterno. Y mientras caminamos en esta tierra, echemos sobre Él todas nuestras cargas, porque Él tiene cuidado de nosotros. De esa manera, no viviremos esclavos del miedo humano, sino llenos de confianza en el Dios que es nuestra roca, nuestra fortaleza y nuestra salvación.