Cristo murió por nosotros en la cruz del calvario, venciendo a la carne en la misma carne, destruyendo las obras del enemigo, nos dio redención, salvación y nos amó con un amor que ni siquiera podemos calcular. Este acto de amor es el centro del evangelio, pues sin la cruz no tendríamos esperanza. En cambio, debemos preguntarnos: ¿qué han hecho por nuestro bien las obras de la carne? Nada que valga la pena, pues su fruto es siempre muerte y condenación.
El apóstol Pablo dijo a los Romanos:
12 Así que, hermanos, deudores somos, no a la carne, para que vivamos conforme a la carne;
13 porque si vivís conforme a la carne, moriréis; mas si por el Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis.
14 Porque todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios.
Romanos 8:12-14
Este pasaje nos recuerda una verdad poderosa: ya no pertenecemos a la carne, no le debemos nada a esa vieja naturaleza que solo nos llevó a esclavitud, dolor y separación de Dios. La carne promete placer momentáneo, pero al final cobra con destrucción espiritual y muchas veces también física y emocional. En cambio, el Espíritu Santo produce vida, gozo y paz en quienes se dejan guiar por Él.
Cuando Pablo dice que somos deudores, nos recuerda que nuestra deuda fue pagada en la cruz. Ya no tenemos que rendir cuentas a los deseos pecaminosos, porque Cristo canceló ese acta de condenación y nos dio libertad. Vivir conforme a la carne es volver a la esclavitud de la que fuimos rescatados, es despreciar la obra de Cristo. Por eso, cada vez que escogemos obedecer a Dios en lugar de obedecer a nuestros impulsos, damos testimonio de que somos verdaderos hijos de Dios.
Ahora bien, ¿qué significa hacer morir las obras de la carne? No se trata de un esfuerzo humano aislado, sino de una acción diaria en dependencia del Espíritu Santo. Es reconocer que solos no podemos, que necesitamos la gracia de Dios para resistir la tentación y mantenernos firmes. Morir a la carne implica crucificar nuestros deseos pecaminosos, renunciar a lo que desagrada a Dios y buscar lo eterno por encima de lo temporal. Es un proceso de santificación continuo, donde cada día somos transformados a la imagen de Cristo.
Las obras de la carne son muchas: celos, iras, contiendas, inmoralidad, envidias, borracheras, egoísmo y todo aquello que aparta al hombre de Dios. Pero el fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre y templanza. Al comparar ambos caminos vemos con claridad dónde está la verdadera vida. La carne ofrece un espejismo de libertad, pero el Espíritu concede verdadera libertad en Cristo Jesús.
Ser guiados por el Espíritu de Dios es la mayor señal de que somos hijos suyos. No es simplemente tener conocimiento bíblico o asistir a una iglesia, sino dejar que el Espíritu Santo dirija cada aspecto de nuestra vida: nuestros pensamientos, nuestras decisiones, nuestras palabras y acciones. Ser hijo de Dios implica obediencia, dependencia y confianza plena en Aquel que nos adoptó por medio de Cristo.
Querido lector, recuerda que Cristo ya venció a la carne y al pecado. Tú no estás solo en esta batalla, el Espíritu Santo mora en ti y te da la fuerza para resistir. No vuelvas atrás, no te esclavices a aquello que Cristo ya rompió en la cruz. Vive en la plenitud del Espíritu, y experimentarás la vida abundante que Jesús prometió.
Conclusión: Hemos sido llamados a vivir como nuevas criaturas, no conforme a la carne, sino conforme al Espíritu. Nuestra deuda no es con el pecado ni con el mundo, sino con Aquel que nos amó hasta la muerte y nos rescató con Su sangre. Caminemos, entonces, como hijos de Dios, confiando en que el Espíritu nos sostendrá hasta el día en que estemos cara a cara con nuestro Salvador. Allí comprenderemos plenamente que valió la pena morir a la carne para vivir eternamente en Cristo.