A veces solemos tener una idea equivocada de qué es vivir en el Espíritu realmente. Pensamos que vivir en el Espíritu es volar por los aires, dividir las aguas, hacer descender fuego del cielo, y hacer un grupo de milagros. Y ser espiritual no es eso, es algo mucho más profundo, tal como entregar nuestros propios deseos a ser crucificados. Vivir en el Espíritu no se trata de emociones pasajeras ni de señales externas que buscan impresionar a otros, sino de una transformación interna que cambia nuestra forma de pensar, hablar y actuar. El verdadero creyente aprende que la vida espiritual consiste en negarse a sí mismo y permitir que Cristo gobierne cada área de su vida.
Vivir en el Espíritu es también un estilo de vida que se refleja en lo cotidiano: cómo tratamos a los demás, cómo reaccionamos ante la adversidad, cómo cuidamos de nuestra familia y cómo manejamos nuestras responsabilidades. Cuando una persona vive en el Espíritu, su vida refleja los frutos descritos por el apóstol Pablo en Gálatas: amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre y templanza. Estos frutos no aparecen de un día para otro, sino que se desarrollan a medida que nos rendimos más a la obra del Espíritu Santo en nosotros.
El apóstol Pablo escribió:
24 Pero los que son de Cristo han crucificado la carne con sus pasiones y deseos.
25 Si vivimos por el Espíritu, andemos también por el Espíritu.
26 No nos hagamos vanagloriosos, irritándonos unos a otros, envidiándonos unos a otros.
Gálatas 5:24-26
En este pasaje se nos recuerda que la vida en el Espíritu no puede coexistir con una vida dominada por la carne. Crucificar la carne significa un acto radical: poner a muerte esos deseos egoístas que nos alejan de Dios. No es un proceso cómodo, pues nuestra naturaleza humana se resiste, pero es un paso necesario para experimentar la libertad en Cristo. Pablo también nos advierte contra el orgullo, la irritación y la envidia, porque estos son síntomas claros de una vida dominada por la carne, no por el Espíritu.
Andar en el Espíritu es amar a nuestro prójimo, amar a Dios sobre todo, renunciar a nuestros propios deseos por un plan mucho mayor que el de nosotros. Significa dejar de pensar únicamente en lo que nos conviene y empezar a vivir de manera que nuestras decisiones glorifiquen a Dios y bendigan a otros. Andar en el Espíritu es echar en el fuego todos esos deseos inapropiados que tenemos y vivir solamente para Dios y Su gracia. Es elegir la obediencia sobre el pecado, la humildad sobre la soberbia, y el perdón sobre el rencor.
Cuando nos rendimos al Espíritu, comenzamos a ver cambios concretos en nuestra vida. Por ejemplo, alguien que antes reaccionaba con ira, aprende a responder con paciencia; quien vivía con ansiedad, encuentra paz en la presencia de Dios; aquel que solo buscaba lo suyo, ahora sirve a otros con amor. Estos cambios no son producto de un esfuerzo humano, sino del poder transformador del Espíritu Santo que obra en lo profundo de nuestro ser. Así, el andar en el Espíritu se convierte en un testimonio vivo para el mundo de que Cristo habita en nosotros.
¿Crees que todavía tienes algunos de esos deseos aún siendo cristiano? Entrégalos a ser crucificados, pídele a Dios que te ayude a serle fiel, pues, recuerda que aunque seamos cristianos mantenemos una lucha entre la carne y el Espíritu y a veces hay deseos que nos quieren dominar. Esta lucha no debe desanimarnos, al contrario, debe recordarnos que dependemos del Señor cada día. El Espíritu Santo está dispuesto a fortalecernos, guiarnos y ayudarnos a vencer, siempre que estemos dispuestos a rendir nuestras vidas a su dirección.
No olvidemos que la victoria sobre la carne no viene por nuestras fuerzas, sino por la gracia de Dios. Cada vez que entregamos nuestras debilidades al Señor, Él nos capacita para seguir adelante y nos recuerda que somos más que vencedores en Cristo Jesús. No importa cuán fuerte sea la tentación o lo difícil de la batalla, el poder del Espíritu Santo siempre será suficiente para sostenernos y hacernos permanecer firmes.
Conclusión
Vivir en el Espíritu no es una experiencia mística llena de manifestaciones externas, sino una vida diaria de obediencia, amor y entrega a Dios. Es aprender a crucificar nuestros deseos carnales para que Cristo reine en nosotros, y permitir que el Espíritu Santo produzca en nuestras vidas los frutos que glorifican al Señor. Recordemos que la verdadera espiritualidad se demuestra en cómo amamos, cómo perdonamos, cómo servimos y cómo permanecemos fieles en medio de la prueba. Que cada día podamos orar al Señor diciendo: “Padre, lléname de tu Espíritu para caminar en tus caminos y agradarte en todo lo que haga”.