La gloria de Dios se manifestará en nosotros, y nuestras bocas cantarán alabanzas

La gloria de Dios se refiere a la belleza del Espíritu de Dios, pero no hablamos de una belleza física o pasajera como la que el mundo conoce. Estamos hablando de aquella belleza que emana del carácter santo, justo y perfecto de nuestro Amado Creador y Salvador. Es una belleza espiritual que refleja todo lo que Él es: amor, bondad, justicia, poder, misericordia y fidelidad. Cuando esa gloria, cuando ese carácter se manifiesta en nosotros, no puede dejarnos indiferentes, debe producir algo profundo en nuestras vidas. Y ese fruto no puede ser otro que gratitud, obediencia y alabanza genuina. Por eso, cuando la gloria de Dios se revela en nuestro caminar, no podemos quedarnos callados, sino que debemos rendirle honor y exaltación con todo nuestro ser.

Cantaré a Jehová,
Porque me ha hecho bien.

Salmos 13:6

¿Por qué no habríamos de cantarle si nos ha hecho tanto bien? El salmista lo entendía con claridad: su boca debía expresar la bondad, grandeza y majestuosidad del Señor. Y la mejor forma de hacerlo era entonando alabanzas a su nombre. Así también nosotros, cada vez que recordamos las maravillas de Dios en nuestra vida, debemos dejar que la gratitud se transforme en cánticos, en oración, en adoración y en testimonio vivo.

Fuimos creados con un propósito eterno: alabar y bendecir Su Santo Nombre. La alabanza no es solo un acto privado, sino también una confesión pública. Con nuestra adoración declaramos a otros quién es nuestro Dios y lo proclamamos como el Señor de todo. El pueblo de Israel lo hacía continuamente en sus cánticos y celebraciones, y la iglesia debe seguir el mismo ejemplo. No podemos guardar silencio; nuestra voz debe convertirse en instrumento para que las naciones sepan que hay un Dios que reina.

Por tanto, yo te confesaré entre las naciones, oh Jehová,
Y cantaré a tu nombre.

2 Samuel 22:50

Este versículo nos recuerda que nuestra alabanza no puede quedarse en lo íntimo de nuestro corazón, debe salir de nuestros labios y alcanzar a quienes nos rodean. ¡No podemos vivir una fe secreta! Debemos confesar a Cristo ante el mundo, proclamar que nuestro Dios es real, grande y poderoso. Con cada alabanza estamos declarando que Él es fiel, que su misericordia es eterna, que su poder es inigualable y que un día enviará a su Hijo Jesucristo a buscar a su iglesia redimida para reinar con Él por toda la eternidad.

Cuando alabamos, no solo damos gloria a Dios, también fortalecemos nuestra fe y alentamos a quienes nos escuchan. La alabanza abre puertas, derriba murallas espirituales y nos recuerda que no caminamos solos. Cada cántico, cada palabra de gratitud y cada testimonio son una ofrenda de amor que sube como aroma agradable delante del trono celestial. No subestimemos el poder de la adoración: transforma corazones, consuela al abatido y exalta al único que lo merece.

Conclusión: La gloria de Dios es la expresión misma de su carácter y de su ser. Esa gloria nos ha alcanzado y nos ha transformado, y la única respuesta adecuada es la alabanza. No callemos lo que Dios ha hecho en nosotros; cantemos, confesemos y proclamemos su grandeza en todo lugar. Que nuestra vida sea un canto permanente de gratitud al Señor, porque Él ha hecho y seguirá haciendo mucho bien por nosotros. A Él sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén.

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