Sé paciente con tu hermano

La Biblia nos insta en gran manera a ser humildes, pacientes con nuestros hermanos en la fe, tener amor y mansedumbre. Estas virtudes parecen sencillas en teoría, pero en la práctica muchas veces se nos escapan de las manos. La realidad es que son de gran importancia, porque al ser pacientes los unos con los otros, al practicar la mansedumbre y la humildad, mostramos al mundo que en nosotros habita verdaderamente el amor de Dios. Estas no son actitudes opcionales, son marcas esenciales de aquellos que han sido transformados por Cristo.

El apóstol Pablo escribió sobre esto a la iglesia de Éfeso, recordándoles que la vida cristiana no es solo una confesión verbal, sino un caminar digno del llamado que hemos recibido:

1 Yo pues, preso en el Señor, os ruego que andéis como es digno de la vocación con que fuisteis llamados,

2 con toda humildad y mansedumbre, soportándoos con paciencia los unos a los otros en amor,

3 solícitos en guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz;

4 un cuerpo, y un Espíritu, como fuisteis también llamados en una misma esperanza de vuestra vocación;

Efesios 4:1-4

Pablo escribe estas palabras desde la prisión, lo que añade un peso aún mayor a sus exhortaciones. Él mismo estaba sufriendo por causa de Cristo, pero no deja de preocuparse por la unidad y el amor en la iglesia. Les recuerda que la humildad, la paciencia y la mansedumbre no son adornos opcionales, sino requisitos fundamentales para vivir de manera digna del llamado cristiano. La verdadera fe se refleja en cómo tratamos a los demás, especialmente a nuestros hermanos en la fe.

La Biblia también nos enseña en las cartas de Juan que no podemos decir que amamos a Dios si no amamos a nuestros hermanos. El amor al prójimo es la prueba tangible de nuestro amor a Dios. Además, Jesús mismo afirmó que el principal mandamiento es amar a Dios con todo nuestro corazón, y el segundo es semejante: amar al prójimo como a nosotros mismos. Esto implica sobrellevarnos, perdonarnos, y ser pacientes unos con otros, incluso cuando no es fácil.

El apóstol Pablo insiste en este punto al decir: «Os ruego que andéis como es digno de la vocación con que fuisteis llamados» (Efesios 4:1). No se trata de un consejo ligero, sino de una súplica apasionada. Esa vocación de la que habla es nada menos que el llamado a ser discípulos de Cristo, un privilegio inmenso que viene acompañado de responsabilidades serias. No podemos pretender ser seguidores de Cristo y al mismo tiempo aborrecer a nuestro prójimo o negarnos a hacer el esfuerzo de sobrellevarnos mutuamente.

Ser parte del cuerpo de Cristo significa reconocer que formamos un solo pueblo, unidos en un mismo Espíritu y en una misma esperanza. La iglesia no es simplemente un lugar de reunión, es la familia de Dios en la tierra, y como familia debemos reflejar paz, gozo, mansedumbre y amor. Compartimos en el dolor y en la alegría, en la prueba y en la victoria, porque hemos sido llamados a mostrar al mundo que en nosotros existe algo diferente: la vida de Cristo.

Esto implica que la paciencia no es solo aguantar a los demás en silencio, sino tener un corazón dispuesto a comprender, perdonar y edificar. La humildad no es debilidad, sino fortaleza bajo control, reconociendo que todos somos necesitados de la gracia de Dios. La mansedumbre no es pasividad, sino poder guiado por el amor. Y todo esto tiene un propósito mayor: guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz. Sin unidad no hay testimonio verdadero, porque la iglesia dividida pierde su luz delante del mundo.

Jesús mismo dijo que el mundo conocería a sus discípulos por el amor que tuvieran los unos con los otros (Juan 13:35). Ese amor no se mide en palabras, sino en acciones concretas: perdonar al hermano que nos ofendió, ayudar al que está en necesidad, orar por el que está débil, y mantenernos firmes en la fe juntos. El amor cristiano es paciente, es constante, no se rinde fácilmente y siempre busca el bien del otro.

Por eso, hermanos, andemos como es digno de nuestro llamado. Que nuestra vida sea un reflejo de Cristo, mostrando al mundo que la verdadera grandeza no está en la soberbia ni en el orgullo, sino en servir con humildad, en amar con paciencia y en caminar en mansedumbre. Si lo hacemos, seremos testigos vivos del evangelio, y el nombre de nuestro Señor será glorificado.

En medio de la desolación estaré confiado
¿Amas a tu enemigo? Entonces dale de comer