Nadie te ama como Cristo

El hombre solía tener una estrecha comunión con Dios, pero esa comunión fue destruida al desobedecer el mandato divino dado por Dios en el huerto del Edén. Ese pecado arrastró a toda la humanidad consigo y a partir de ese escenario se creó una muralla entre Dios y el hombre. El Edén fue el lugar donde la armonía se quebró y la humanidad quedó marcada por la desobediencia. A partir de ahí la muerte espiritual se convirtió en la realidad de todo ser humano. Ahora bien, ¿se quedaría todo así? ¿La falla de un hombre nos mantendría encadenados en el pecado para siempre? De ninguna manera. Dios, en su infinita misericordia, no permitió que la separación fuera el destino final, pues Cristo descendió y habitó entre nosotros y venció el pecado y la muerte para darnos salvación eterna.

Es bueno que entendamos profundamente lo que significa la expresión «el Verbo se hizo carne». No es solo una frase teológica, es la declaración más poderosa de la historia: Dios mismo se encarnó en la persona de Jesucristo. Esto lo vemos claramente en el evangelio de Juan:

1 En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios.

2 Este era en el principio con Dios.

3 Todas las cosas por él fueron hechas, y sin él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho.

4 En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres.

5 La luz en las tinieblas resplandece, y las tinieblas no prevalecieron contra ella.

Juan 1:1-5

Aquí Juan nos revela que en el principio el Verbo existía. La palabra que fue traducida como «Verbo» proviene del griego Logos, que significa palabra, discurso o razón. Por lo tanto, cuando el evangelista habla del Logos, se refiere directamente a Jesucristo. Esto implica que desde antes de la creación del mundo, Cristo ya estaba allí. No solo estaba con Dios, sino que era Dios mismo. Él es eterno, sin principio ni fin, el Alfa y la Omega. Esta verdad nos enseña que Cristo no es una creación, sino el Creador junto al Padre y al Espíritu Santo.

Por Jesucristo fueron hechas todas las cosas. Cada estrella en el firmamento, cada átomo que compone el universo, todo fue formado por su poder. Por Él respiramos, por Él nos movemos y tenemos vida. Cada detalle de nuestro día, desde lo más pequeño como un sorbo de agua, hasta lo más grande como el latido de nuestro corazón, es un regalo sostenido por su mano. Es por eso que la Escritura nos exhorta a poner “los ojos en Jesús, el autor y consumador de la fe”. Él es el centro, la razón de nuestra existencia. Sin Él, la vida carece de sentido; con Él, estamos verdaderamente completos.

El Verbo eterno se hizo carne y habitó entre nosotros. Este acto sublime es lo que conocemos como la encarnación. Dios se revistió de humanidad sin dejar de ser Dios. Jesús vivió como hombre, sintió hambre, sed, cansancio y tristeza. Fue tentado en todo, pero sin pecado. Soportó el rechazo, las humillaciones y finalmente la cruz. Murió de la manera más cruel y vergonzosa, cargando sobre sí el peso de nuestros pecados. No fue obligado, sino que lo hizo por amor, por amor a ti y a mí, para librarnos de la condenación eterna y reconciliarnos con el Padre.

Este amor es indescriptible. Demos gloria al unigénito Hijo de Dios, pues su sacrificio en la cruz es la máxima expresión de misericordia. Pensemos por un momento: si juntáramos todo el amor de una madre por su hijo, el de un padre por su familia, el amor entre esposos, amigos o hermanos, nada de eso se compara a la magnitud del amor de Cristo. Su amor es infinito, eterno, perfecto, y no depende de nuestros méritos, sino de su gracia. La cruz es la evidencia más clara de que Dios nos amó primero, aun cuando estábamos perdidos.

Hoy tenemos esperanza porque la comunión rota en Edén fue restaurada en la cruz del Calvario. Ya no estamos separados, ahora podemos acercarnos confiadamente al trono de la gracia. Cristo es la luz que brilla en las tinieblas, y aunque el pecado intentó apagarnos, la victoria de Jesús asegura que ninguna tiniebla prevalecerá contra su luz. Vivamos agradecidos, proclamando este evangelio que transforma y recordando siempre que nuestra salvación ha sido ganada a un precio muy alto: la sangre del Cordero de Dios.

La gloria de Dios y la honra del hombre
Dios no mira como nosotros