La iglesia ha pasado a lo largo de la historia por múltiples escenarios de persecución. Desde los primeros siglos, hombres y mujeres han sido encarcelados, torturados y hasta ejecutados por el simple hecho de confesar el nombre de Cristo. A muchos les ha costado la vida no negar su fe, pero este testimonio ha servido como semilla para que otros conocieran el evangelio. La Biblia nos recuerda constantemente que no debemos temer a los hombres que nos persigan por causa del evangelio, pues si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros? (Romanos 8:31). Esta pregunta retórica nos llena de fuerza porque nos asegura que, aunque el mundo entero se levante en contra de la iglesia, la victoria final siempre será del Señor.
Cristo fue claro en sus enseñanzas: el camino del discípulo no sería fácil. Él mismo dijo que en el mundo tendríamos aflicciones, pero que confiáramos porque Él había vencido al mundo. Ser cristiano no significa vivir sin pruebas o persecuciones; significa, más bien, que tenemos un fundamento firme para soportar esas pruebas. Jesús anunció que sus seguidores serían rechazados, malinterpretados y perseguidos, pero a la vez les aseguró que nunca estarían solos. Esa promesa sigue vigente para nosotros hoy.
Antes de ser crucificado y de ascender al cielo, Jesús dejó a sus discípulos una serie de instrucciones. El capítulo 10 de Mateo recoge muchas de ellas. Allí, Cristo les anticipó lo que vendría: serían llevados a los tribunales, acusados injustamente, golpeados y aborrecidos por causa de su nombre. Les dijo también que incluso sus propias familias podrían volverse contra ellos. Todo esto nos enseña que seguir a Cristo tiene un alto costo. El evangelio nunca fue una invitación a la comodidad, sino a la fidelidad, aún si esa fidelidad implica persecución.
El versículo 28, en particular, es un gran aliento: nuestros enemigos pueden destruir nuestro cuerpo, pero nunca pueden tocar nuestra alma. Esa certeza nos da valor en los momentos más oscuros. Nuestro temor debe estar dirigido únicamente a Dios, no a los hombres. Temor reverente que se traduce en obediencia, en lealtad y en fidelidad, porque sabemos que es Él quien sostiene nuestra vida y nuestra eternidad.
El evangelio tiene un precio, y ese precio es el sufrimiento por causa de Cristo. Pero también tiene una recompensa eterna. Sigamos corriendo esta carrera con paciencia, con fe y con la certeza de que nuestro galardón es grande en el reino de los cielos. Nada ni nadie podrá arrebatarnos la herencia que Cristo compró con su sangre. Por eso, hermanos, no retrocedamos en medio de la persecución; más bien avancemos confiados, sabiendo que el Dios Todopoderoso está con nosotros hasta el fin de los tiempos.