Jesús tuvo 12 testigos presenciales de su gloria y esos fueron los doce discípulos. Ellos caminaron con el Maestro, escucharon sus enseñanzas y fueron participantes directos de los milagros que confirmaban su autoridad divina. Aquellos hombres vivieron experiencias únicas que muchos de nosotros desearíamos haber visto con nuestros propios ojos. A través de ellos podemos conocer, por medio de sus escritos, que lo que narran no fueron fábulas ni invenciones, sino la revelación misma de Dios hecha carne en Jesucristo.
Los doce discípulos pudieron ser parte de momentos extraordinarios: la multiplicación de los panes, la resurrección de Lázaro, la calma de la tempestad, entre tantos otros. También recibieron palabras llenas de sabiduría celestial que ninguna mente humana podría inventar. Sin embargo, aunque multitudes presenciaron muchos de estos milagros, no todos fueron transformados. Algunos estaban allí solo para ver lo extraordinario, pero a la hora de elegir, clamaron con dureza: ¡Suelten a Barrabás y crucifiquen a Jesús! Esto nos recuerda que no basta con ver; se necesita creer con fe y entregar el corazón.
Después de la resurrección de Cristo, aquellos discípulos fueron enviados como apóstoles, y proclamaron con valentía el evangelio. Muchos de ellos enfrentaron persecución, rechazo y hasta la muerte, porque predicar a Cristo significaba confrontar la incredulidad de su época. Es en ese contexto que Pedro escribe en su segunda carta:
Pedro también advierte que algunos, en su tiempo, ridiculizaban sus experiencias y las llamaban alucinaciones o ilusiones. Lo mismo sucede hoy cuando el mundo incrédulo nos exige pruebas tangibles de la existencia de Dios. Pero, ¿qué mayor evidencia podemos dar que nuestra propia vida transformada? ¿Qué prueba más grande que ver corazones restaurados, cadenas rotas y milagros que aún hoy ocurren?
Nosotros no estuvimos físicamente junto a Jesús como los doce, pero somos testigos de su poder a través del Espíritu Santo. Cada día podemos experimentar su gracia en nuestras vidas, sentir su paz en medio de las tormentas, recibir su consuelo en la tristeza y su fortaleza en la debilidad. Eso es testimonio vivo y suficiente.
Queridos hermanos, mantengamos la fe con firmeza. Aunque no vimos a Jesús con nuestros ojos, hemos creído en Él, y su poder se manifiesta en nosotros por medio de la cruz y la resurrección. Recordemos siempre que la fe no se basa solo en lo que se ve, sino en lo que se cree y se vive. Que la convicción de Pedro también sea la nuestra: Cristo es real, es glorioso, y un día volverá por su pueblo.
Vivamos cada día como testigos de su amor y su poder. Tal vez no estuvimos en el monte de la transfiguración, pero hoy estamos llamados a reflejar la gloria de Cristo con nuestras palabras, acciones y estilo de vida. ¡Que seamos testigos fieles hasta el día de su venida!